Santiago González-Varas Ibáñez
Resumen: Este trabajo introduce en la materia de las relaciones entre lo urbanístico y lo contractual desde el punto de vista del agente urbanizador. En la segunda parte se abordará la legislación autonómica. Y finalmente en un tercer y último trabajo, tras conocer todos estos antecedentes, se abordará una cuestión práctica de relaciones entre urbanismo y contratos, relativa a proyectos urbanísticos de tipo social y cómo su ejecución urbanística por las Administraciones e interesados conlleva considerar la legislación estatal de contratos del sector público.
Palabras clave: urbanismo, contratos, agente urbanizador, sentencias del TJUE.
El urbanismo se ha situado tradicionalmente de espaldas a la legislación pública contractual, sin que ello representara un problema jurídico. No se habló de buscar las posibles aportaciones de la figura del contrato administrativo para la mejor y más eficaz gestión urbanística. Y, sin embargo, ¿qué modelo mejor que aquel que aporta el contrato administrativo para, por un lado, procurar una mayor iniciativa privada, incluso empresarial, en el ámbito de la gestión urbanística y, por otro lado, el debido control público?
A dicha legislación es inherente tanto la ejecución de obra (o la realización de servicios de elaboración de planes) mediante empresarios profesionales como el fortalecimiento de la función pública urbanística. En el fondo de figuras urbanísticas actuales tales como el agente urbanizador está, materialmente, el contrato administrativo.
Desde luego no se consideró nunca una posible aplicación o reforma de la legislación contractual pública (LCAP, después TRLCAP, LCSP 30/2007, seguidamente TRLCSP 3/2011 y finalmente LCSP 2017), a la hora de aplicar los modelos del agente urbanizador o incluso de aquel otro (estatal) de la ejecución de Programas de Actuación Urbanística previsto en el TRLS/1976 y el RPU, pese a que el contrato administrativo conlleva la ejecución de una función pública con dirigismo administrativo y auxilio privado y con garantías de publicidad o concurrencia.
Más bien, el urbanismo seguía su propia lógica y camino, otorgando un valor primero absoluto y después relativo al hecho propiedad.
Sin embargo, ambos, urbanismo y contratos, terminaron encontrándose, provocando uno de los problemas jurídicos más significativos del Derecho urbanístico, esto es, determinar hasta qué punto debe aplicarse la legislación contractual en el plano de la gestión urbanística.
Haciendo historia, en términos generales, y desde la perspectiva urbanística, el problema de la aplicación de la legislación contractual pública aparecería cuando el Derecho urbanístico (así, la Ley valenciana 6/1994, de 15 de noviembre, Reguladora de la Actividad Urbanística, y su modelo de agente urbanizador) opta decididamente por un modelo de gestión urbanística indirecta de tipo empresarial.
La aplicación de la legislación contractual pública se presenta, entonces, en efecto, como un problema jurídico e incluso como un obstáculo relevante para la consecución de los fines urbanísticos.
Hoy la gran mayoría de las legislaciones autonómicas contemplan la posibilidad de que un «tercero» o empresario urbanizador pueda llevar a cabo la gestión urbanística. Algunas legislaciones (Aragón o La Rioja) llegan a prever directamente en estos casos la figura de la concesión de obra pública, aunque esta remisión es puramente ineficaz.
El encuentro con la legislación contractual pública significa la selección del urbanizador con respeto del sistema de garantías jurídicas previstas en dicha legislación (elaboración por la Administración de unas bases de adjudicación, convocatoria de un concurso, etc.). Pero también viene a significar, dicha aplicación, indirectamente una garantía para los propietarios, ya que si se otorga la iniciativa urbanística a empresarios no necesariamente propietarios al margen de un modelo de contrato administrativo se corre el riesgo de un excesivo peso (en el sistema urbanístico) del agente urbanizador en contra de los posibles propietarios.
En todo caso, el debate en torno a la aplicación de la legislación contractual pública, y la aparición en este escenario urbanístico de obras de urbanización, no es fruto de la casualidad. Se origina aquél en el contexto del fenómeno característico de nuestro tiempo de arraigo de la iniciativa privada empresarial y de creciente colaboración privada en el ejercicio de funciones públicas.
La idea de «colaboración» de los particulares en el ejercicio de funciones públicas («public-private-partnership») se manifiesta intensamente en la construcción de infraestructuras u obras públicas por un lado (en sentido moderno, en especial tras la Ley reguladora del contrato de concesión de obras públicas) así como en la gestión o ejecución del planeamiento urbanístico (Leyes autonómicas de ordenación del suelo).
Así pues, desde esta perspectiva, el debate en torno a la aplicación de la legislación pública contractual en el Derecho urbanístico puede verse en principio como una consecuencia del arraigo de la iniciativa privada empresarial y su traslado a la gestión del urbanismo. La aplicación, de la legislación contractual pública, en el Derecho urbanístico no debería verse como un obstáculo para tal iniciativa (es decir, «las garantías que no queda más remedio que aplicar frenando la eficacia del sistema») sino la forma a través de la cual el empresariado consigue entrar en la gestión urbanística y realizar sus proyectos económicos. Habrá que preguntarse, igualmente, si la figura del contrato administrativo puede perfeccionar la gestión urbanística.
Por tanto, el urbanismo descubría el régimen jurídico contractual. Ahora bien, corresponde ver asimismo el fenómeno inverso, es decir, cómo el contrato administrativo «descubre» el urbanismo, como consecuencia de la característica extensión que se ha producido en los últimos años de la forma contractual pública.
Al igual que el urbanismo, la contratación administrativa también siguió inicialmente su propio iter y evolución, sin pensar en su posible entrada en escena en el campo de los urbanistas. La legislación contractual pública, en nuestro país con una larga tradición histórica, ha tenido siempre principalmente en mente la ejecución de infraestructuras públicas (carreteras, puentes, vías de ferrocarril, etc.), la realización de suministros o la prestación de servicios públicos (transportes, alumbrados, etc.), respectivamente a los tres contratos «nominados» de obras, suministros y servicios públicos, sin perjuicio de los demás contratos públicos [1].
No obstante, en vez de continuar este discurso de interrelación entre el mundo urbanístico y el mundo de las infraestructuras, más bien interesa destacar cómo la evolución de la materia jurídica contractual entra en contacto con la materia urbanística, pues tanto habría evolucionado el urbanismo hacia lo contractual como lo contractual hacia lo urbanístico.
Durante los últimos años se ha producido una vis expansiva del contrato administrativo, o al menos de sus principios (publicidad concurrencia y vinculación a la mejor oferta) afectando esta extensión al Derecho urbanístico. El arraigo de las directivas de contratación pública es buen ejemplo de ello. La forma de realizar obras y proyectos públicos, por la Administración, pasa por los principios de publicidad, concurrencia y vinculación a la mejor oferta.
Seguidamente se selecciona un ejemplo, para poner de manifiesto este encuentro de lo urbanístico y los contratos administrativos, como consecuencia del característico y paulatino arraigo del régimen de adjudicación administrativa propio del contrato público. Así pues, un ejemplo ilustrativo, de la vocación de las instituciones comunitarias de extender lo máximo posible el ámbito de aplicación de las directivas comunitarias de contratos públicos, lo ofrecen las sentencias que afirman la sujeción (a la entonces vigente Directiva 93/37 de contratos públicos de obras) de la Administración que celebra un convenio urbanístico (STJCE de 12 de julio de 2001, asunto C-399/1998).
De este modo, los convenios urbanísticos encuentran un límite jurídico en el Derecho comunitario de contratación pública. La STJCE de 12 de julio de 2001 asunto C-399/1998, viene, en esencia, a decirnos que la Administración no queda al margen de la aplicación de la Directiva comunitaria de contratos públicos de obras (93/37) cuando celebra un convenio urbanístico con un particular. Este fallo puede valorarse, en efecto, como una muestra del creciente arraigo de las directivas comunitarias de contratación pública. Y asimismo puede verse en conexión, aunque indirecta o remota, con el desarrollo del Derecho comunitario en materia urbanística.
La STJUE que nos ocupa no ignora la específica problemática que plantean los convenios urbanísticos. De hecho, la defensa alegaba, en el presente supuesto, que, por razones de propio funcionamiento de este tipo de prácticas convencionales, no era posible una licitación o elección del contratista porque, según establece el Derecho urbanístico (italiano, en este caso), «esta persona debe ser necesariamente el propietario de los terrenos que se van a urbanizar». Estamos, en efecto, ante una situación típica de los convenios urbanísticos que impediría, en principio, la opción a favor de la concurrencia cuando se celebra un convenio urbanístico. Diríamos que dicha «concurrencia», en principio deseable, tiene límites lógicos en casos como éstos. Sin embargo, y de ahí el interés de esta sentencia, «dicha circunstancia no basta para excluir el carácter contractual de la relación que se establece entre la Administración municipal y el urbanizador, puesto que el convenio de urbanización celebrado entre ambos determina las obras de urbanización que el encargado de ejecutarlas debe realizar en cada caso, así como los requisitos correspondientes, incluida la aprobación de los proyectos de dichas obras por el Ayuntamiento. Además, en virtud de los compromisos adquiridos por el urbanizador en dicho convenio, el Ayuntamiento dispondrá de un título jurídico que le garantizará la disponibilidad de las obras de que se trate, a los efectos de su afectación pública».
Esta argumentación supone, evidentemente, poner el dedo en la llaga de los convenios urbanísticos. A partir de esta sentencia no va a resultar tan convincente, para excluir la publicidad y la concurrencia, la condición individual de la persona con la que la Administración celebra el convenio. Parecería como si el convenio se situara, por su propia lógica o funcionamiento o sentido práctico, al margen de las reglas de publicidad y concurrencia. Pero, según vemos, no es necesariamente así, en especial cuando el convenio de la Administración se celebre con un empresario urbanizador. Otro argumento, en esta línea, que invoca la sentencia del Tribunal de Luxemburgo para apoyar su conclusión, es que la obra urbanizadora «debe ser realizada en parte mediante ejecución directa por los urbanizadores en cumplimiento de sus obligaciones contractuales relativas al plan de urbanización».
Así pues, siempre que las obras de urbanización se correspondan con los umbrales de las directivas comunitarias, los Ayuntamientos habrán de aplicar en el caso concreto el Derecho comunitario. En el presente supuesto se trataba de un proyecto de especial envergadura de reconversión urbanística de toda una antigua zona industrial (con la previsión de un vasto conjunto de construcciones) conocido como «proyecto Biccoca», a pesar de que, cuando menos por las cuantías, no era precisamente una bicoca. En este contexto se situaba el convenio en virtud del cual el urbanizador, en este complejo urbanístico, se comprometía a realizar una obra de construcción de un teatro, a cuenta de la exención municipal de la contribución adecuada al Ayuntamiento de Milán. Como la construcción del teatro era, por su parte, también de envergadura, dos empresas interpusieron un recurso de anulación del convenio ante el Tribunal administrativo regional de la Lombardía.
La cuestión prejudicial que se planteó por este Tribunal regional consistió, en definitiva, en que se dilucidara si el Ayuntamiento debía aplicar la Directiva comunitaria 93/37 de contratos públicos de obra. El TJUE fue examinando los distintos presupuestos de la directiva citada y llegó a la conclusión de que el Ayuntamiento, primero, era un poder adjudicador en el sentido de las directivas. Y, segundo, que estábamos ante una obra.
Otros presupuestos eran de más difícil determinación. Se situaban en relación directa con la especificidad misma de los convenios. De ahí el interés de observar si dicha especificidad lleva a la inaplicación de las directivas comunitarias de contratación pública.
Por ejemplo, un obstáculo que puede plantearse, para afirmar la inaplicación de las directivas, es el posible carácter gratuito y no oneroso de lo convenido, ya que el Ayuntamiento no ha de pagar directamente una contraprestación económica al urbanizador. Sin embargo, el TJCE considera suficiente, para concluir el carácter oneroso del contrato y para afirmar la aplicación de la directiva de contratos públicos de obras, el hecho de la exención de la contribución municipal. «Los términos imputación a cuenta utilizados en el artículo 11, apartado 1, de la Ley [italiana] n.º 10/1977 permiten considerar que, al aceptar la realización directa de las obras de urbanización, la Administración municipal renuncia al cobro del importe adecuado en concepto de contribución prevista en el artículo 3 de la misma Ley (…)».
Otro alegato en contra de la aplicación de la citada directiva, sólo aparentemente de menor entidad, era que «el convenio de urbanización se rige por el Derecho público» y «resulta del ejercicio del poder público». Ello «no se opone, según el TJCE, al cumplimiento del requisito contractual previsto en el artículo 1, letra a, de la directiva, es más aboga en su favor. En efecto, en varios Estados miembros, el contrato celebrado entre una entidad adjudicadora y un contratista es un contrato administrativo, regulado como tal por el Derecho público».
A esta doctrina late o subyace toda la problemática de los convenios y su proximidad con los actos administrativos y su diferencia con los contratos propiamente dichos. En el Derecho alemán, por ejemplo, la diferencia está muy acusada, entre ambos mundos independientes entre sí, ya que dichos convenios, como los actos administrativos, son fruto en efecto del poder público e inician una relación, estrictamente, de Derecho público, en la cual la Administración ostenta una posición de imperio frente al particular. En cambio, los contratos se mueven en un plano de igualdad entre Administración y contratista y pertenecen al Derecho privado.
Este tipo de consideraciones, de base, tampoco han llegado a tener especial relevancia, en el Derecho comunitario, desde el momento que no consiguen excepcionar los convenios del ámbito de aplicación de las directivas comunitarias de contratación pública.
Lógicamente, todas estas reflexiones piensan en los convenios urbanísticos por encima de los umbrales comunitarios. Ahora bien, suponen también un motivo de reflexión para los convenios urbanísticos en general, es decir, aquellos afectados sólo por los Derechos de los Estados miembros. Se abre una brecha importante que matiza la operatividad de los convenios urbanísticos o que, cuando menos, afirma una aplicación de la regla de concurrencia a los convenios que, aunque no desconocida cuando menos en nuestra legislación (por ejemplo, la legislación urbanística de la Comunidad Autónoma de Madrid ya preveía esta regla: art. 74.2 de la Ley 9/1995; art. 11.2 del Decreto Legislativo 1/2010, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley de Ordenación del Territorio y la Actividad Urbanística de Castilla-La Mancha), no es aún de aplicación frecuente. No lo es, en el fondo, porque la propia realidad o presupuesto fáctico que rodea los convenios no parece casar bien con la aplicación de la concurrencia y la vinculación a la mejor oferta.
Así pues, plasmando una lógica propia del contrato administrativo, los proyectos de cierta envergadura económica que superen los umbrales de las directivas no pueden quedar sustraídos a la aplicación de las citadas reglas. De esta manera, el poder adjudicador observará si la contraprestación que ofrece el licitador interesado en el convenio es más ventajosa para la Administración que aquella que están dispuestos a ofrecer otros sujetos. Sin obviar, por otra parte, que en materia urbanística los umbrales comunitarios pueden verse superados con facilidad, considerando las elevadas cifras que a veces tienen las obras urbanísticas, el mensaje de estas sentencias es claro: el Ayuntamiento debe seguir la concurrencia para la adjudicación de las obras considerando que es posible que (con el ejemplo de la sentencia) el teatro en cuestión lo realice otro empresario por menor coste que la cifra de contraprestación del propio convenio. De no celebrarse el concurso la actuación es sospechosa porque siempre se suscitará la duda de qué ocurre con la diferencia entre lo que el Ayuntamiento pudo ahorrarse (a través del concurso y una mejor oferta) y aquello que realmente cuesta la obra al erario público o aquello que deja de recibir el Ayuntamiento.
Estas referencias habrán de completarse con aquellas otras que dedicaremos después a la sentencia de 26 de mayo de 2011, del mismo TJUE, pero adelantamos que la lógica contractual no se ha alterado.
La aplicación de la legislación contractual no ha de verse como el estorbo de legalidad pública, sino como la apertura de nuevas ideas y sistemas que pueden enriquecer el urbanismo con una dimensión empresarial. Además, tendremos también ocasión de comprobar cómo buena parte de las legislaciones autonómicas prevén actualmente una forma de gestión urbanística plenamente adaptada a la forma contractual pública, porque (simplemente) se remiten incluso a ella al regular la gestión urbanística.
Finalmente, se sitúan otras claves para la explicación del nuevo modelo de contratistas urbanizadores: el empresario no necesariamente propietario que lleva a cabo la gestión urbanística (es decir, el «agente urbanizador» o el «concesionario de obra pública» según las CCAA) puede entenderse fruto de la iniciativa privada en el ámbito de la gestión pública y urbanística (aunque, al mismo tiempo, signifique una acentuación del carácter público de la gestión urbanística). La irrupción de la lógica contractual-empresarial en el urbanismo puede verse también en el contexto de la creciente presencia del empresariado en la realización de infraestructuras o funciones públicas a través de esta misma lógica empresarial-contractual.
Ahora bien, lo que se quiere destacar ahora es que el agente urbanizador admite ser interpretado como una de las posibles soluciones frente a un problema que se manifestaba en el urbanismo español, es decir, el incumplimiento del propietario de sus deberes urbanísticos. En este sentido viene a suponer una corrección del «sistema de compensación». De hecho, como tendremos ocasión de comprobar, algunas legislaciones autonómicas han condicionado el agente urbanizador al incumplimiento (de los propietarios) de su carga de urbanización.
El agente urbanizador arraiga en la tradición más genuinamente española que es el contrato administrativo. El contrato es una forma característica de hacer cosa pública. Enlaza con la tendencia de la conversión del propietario en empresario si quería urbanizar, que se manifestaba por los años noventa. Y además fueron asumiendo cada vez mayor protagonismo puras empresas urbanizadoras incluso cuando el propietario era gestor del suelo [2].
En este contexto, la irrupción de los contratistas de obras de urbanización se puede considerar en relación con el sistema de ejecución de los Programas de Actuación Urbanística, previsto en el TRLS/1976 y RPU, en tanto en cuanto está ya afirmada la posibilidad de suplantar al propietario por un tercero (pueden verse también los artículos 177 y ss. –derogados– del TRLS/1992).
Desde el punto de vista de la iniciativa privada, en materia urbanística, ha sido característica, durante los últimos años (en especial a raíz de la aparición de la LRAU valenciana 6/1994, de 15 de noviembre, Reguladora de la Actividad Urbanística) la presencia de empresarios no propietarios en el ámbito de la gestión urbanística. Este fenómeno puede relacionarse primeramente con la tendencia de paulatino arraigo de la «iniciativa privada» en el plano de la gestión urbanística y del Derecho urbanístico en general, característica en el Derecho urbanístico español durante las últimas décadas y, en especial, desde el TRLS/1976.
La evolución de nuestro sistema viene a ser la siguiente: primero, con la Ley de 1956, se manifiesta el «urbanismo de los propietarios», después se opta por un urbanismo más empresarial, después contractual. La culminación del modelo podría ser la gestión pública con el auxilio (o sin perjuicio) de contratistas de obras y de servicios respectivamente a la ejecución de las obras o la redacción de los planes, pero con la posibilidad de financiación privada y garantizando la rentabilidad del propietario.
En definitiva, esto que parece contradictorio no es sino la esencia misma de la figura del contrato administrativo. Cuando algo pasa a ordenarse bajo la lógica contractual pública, se revela un elemento privatizante (es decir, la gestión por contratistas o empresarios, a diferencia de cuando la función se realiza por la propia Administración); y se revela al mismo tiempo un elemento iuspublificador porque el contrato administrativo significa que la Administración que adjudica dirige el proceso, a diferencia de cuando la actividad en cuestión se mueve en una órbita puramente privada. Si inicialmente, con la Ley de 1956, se apuesta por el «urbanismo de los propietarios», después se consiguió un urbanismo más empresarial que termina por desembocar en un urbanismo contractual de ratio urbanística. La culminación del modelo podría ser la gestión pública con el auxilio de contratistas de obras y de servicios, sin perjuicio de regular en el marco contractual las singularidades propias de estos contratos urbanísticos, en esencia dos: la financiación privada empresarial y el aseguramiento de la rentabilidad del propietario. El propietario no arriesga empresarialmente pero aporta un bien que no puede sufrir merma patrimonial alguna, como es obvio y esto ha de garantizarse como requisito ab initio de la urbanización. Según la STC 164/2001, de 11 de julio, se atribuye a los entes públicos la dirección de la acción urbanística. Y, afirmada la dirección pública, se impone el fomento de la participación privada (FJ 9). Después de todas las reflexiones que se han hecho, estamos en disposición de abordar el estudio del régimen jurídico de la gestión urbanística de las legislaciones autonómicas.
Por tanto, sin querer contradecir las afirmaciones hechas hasta el momento (en torno a la tendencia de creciente arraigo de la iniciativa privada e incluso empresarial en el Derecho urbanístico), puede ponerse de manifiesto cómo optando legislativamente a favor de la iniciativa empresarial en el plano de la gestión urbanística (v. gr.el modelo valenciano de agente urbanizador o el concesionario en el sistema expropiatorio o en general el contratista que auxilia a la Administración) es como curiosamente se consigue afirmar con mayor entidad y contundencia el carácter público de la gestión urbanística. Está comúnmente admitido que el modelo de agente empresario urbanizador supone ante todo un reforzamiento de la idea de función pública urbanizadora.
De hecho, el agente urbanizador es un agente público delegado de la propia Administración. Aunque parezca contradictorio, lo cierto es que, en nuestro país parece manifestarse que la vía –deseable– de encuentro del urbanismo con la idea de función pública urbanizadora se consigue a costa de potenciar la iniciativa privada empresarial del urbanismo. No es por eso casual el descubrimiento (por el urbanismo) del contrato administrativo, por ser todo esto inherente a dicho contrato. Hasta el momento, las propuestas más acertadas de sistemas de gestión urbanística son aquellas que consagran un modelo público-privado.
Seguidamente puede citarse la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea de 26 de mayo de 2011. ¿En qué contexto se pronuncia esta sentencia que desestima el recurso de la Comisión Europea, no viendo incompatibilidad –de la LRAU y de la LUV– con las directivas europeas de contratación pública? Recordemos que tras negarse primeramente la existencia de un contrato administrativo propiamente dicho, después (es decir, cuando el contrato se hace visible tras el articulado de las legislaciones urbanísticas) el legislador (tras la LUV de 2005) dejó de ignorar (ni menos contradecir) la legislación contractual estatal o europea, pudiéndose argumentar que estábamos ante un contrato administrativo especial. Los tribunales y juzgados de la Comunidad Valenciana por entonces anulaban sistemáticamente las adjudicaciones afirmando que se vulneraba el Derecho comunitario europeo, es decir, la directiva de obras. Ni siquiera elevaron una cuestión prejudicial al TJUE porque tenían muy clara la vulneración del Derecho europeo. Y, sin embargo, el TJUE (por la vía de un recurso de incumplimiento, que desestima, provocado por denuncias de residentes en la Comunidad Valenciana) afirmó que no había tal vulneración. Todavía en el marco de este proceso, el Estado español defendió la tesis de la naturaleza no contractual, sino urbanística, de la relación entre urbanizador y administración, pero la clave estuvo en que no se podía entender infringida directiva alguna, desde el momento en que no había directiva alguna sobre este peculiar contrato (coincidiendo la tesis, de la STJUE, con la del dictamen que se incorporó a los autos, que tuve ocasión elaborar a petición del Gobierno de la GV).
Cuando no existe una regulación propia de una materia (al menos en lo contractual) a nivel europeo, el posible debate se constriñe a la vulneración de los principios generales del Tratado o de aquellos que rigen la contratación pública (principios de publicidad y de concurrencia y vinculación a la menor oferta). Esto es así en todos estos casos en que no existe una regulación ad hoc a nivel europeo, como ocurre, igualmente, cuando un poder adjudicador de un Estado miembro adjudica un contrato administrativo por debajo de los umbrales comunitarios. La interferencia en estos casos del Derecho europeo es limitada, tal como ha dejado claro la jurisprudencia del Tribunal de Luxemburgo sobre el particular, al deberse ceñir la repercusión del Derecho europeo a la posible incidencia de los principios generales del Tratado: libre circulación, igualdad de trato, etc. En ausencia de regulación expresa comunitaria la intervención de la Comisión ha de limitarse a observar si se cumplen estos principios o aquellos otros de publicidad, concurrencia o vinculación a la mejor oferta, siendo obvio que la legislación valenciana vigente o pasada respeta estos principios.
En esencia, es claro que la legislación valenciana no infringe tal Directiva de obras 93/37 por la sencilla razón de que el contrato administrativo que regula dicha legislación no es un contrato de obras. Para ello destaca el TJUE los elementos propios de un contrato de servicios que tiene el contrato regulado en la legislación valenciana. Y es evidente que si se hubiera invocado por la Comisión la vulneración de la directiva de servicios entonces el TJUE habría afirmado que no puede ser considerado tampoco esta directiva para observar su posible infracción, desde el momento en que hay elementos propios de un contrato de obras sin perjuicio de otros posibles hechos diferenciales esenciales. Lo que hace el TJUE es simplemente contradecir que exista una base normativa apta para observar la posible contravención.
«Por otra parte, cabe señalar que algunas de las actividades que comprenden los PAI, tanto con arreglo a la LRAU como a la LUV, según se han mencionado en el apartado anterior, parecen corresponder, por su naturaleza, a las actividades contempladas en la categoría 12 de los anexos I, parte A, de la Directiva 92/50, y II, parte A, de la Directiva 2004/18, relativas a los servicios mencionados en el artículo 1, letra a), de la Directiva 92/50 y en el artículo 1, apartado 2, letra d), de la Directiva 2004/18, respectivamente» (apartado 97) [3].
Dicho sea procesalmente, «de todo ello resulta que la Comisión no ha demostrado que el objeto principal del contrato celebrado entre el ayuntamiento y el urbanizador corresponda a contratos públicos de obras en el sentido de la Directiva 93/37 o de la Directiva 2004/18, lo que constituye una condición previa para la declaración del incumplimiento alegado».
Esta es básicamente la tesis que defendió en el proceso el Reino de España, alegando que este contrato no estaba regulado en directiva europea alguna, o que en todo caso (véase apartado 76 de la sentencia) encajaría en el contrato de concesión de servicio público (no regulado por las directivas). En cambio, la Comisión Europea tuvo el problema de seleccionar la base normativa que se consideraba vulnerada. Escogió la de obras, por su evidente mayor relación con el contrato urbanístico valenciano, pero no fue suficiente la relación con esta directiva porque lógicamente no estamos ante un contrato de obras. Y, aunque hubiera sido posible esta referencia inicial, también habría habido finalmente elementos esenciales diferenciales.
Por otro lado, la STJUE de 26 mayo 2011 deja claro que estamos ante un «contrato» administrativo, pese a que no se ha probado que contravenga la regulación de referencia. Lo más acorde con esta sentencia sería, o habría sido, que quien tiene la competencia en materia de contratación pública (es decir, el Estado) hubiera pasado a regular este contrato, como uno más junto a los existentes (obras, servicios, colaboración, etc.) De hecho, hemos asistido a una tendencia de creación de nuevas figuras contractuales en el marco de la legislación estatal contractual.
No obstante, la legislación en la materia, autonómica, se justifica en tanto en cuanto el Estado no regula un contrato que se considera necesario. De hecho, la legislación valenciana se amolda a la legislación contractual estatal.
En conclusión: aplicar la ley de contratos, pero aplicarla en su sentido propio. Y es que parece además algo ilógico mantener este rigor con respecto a la aplicación de una ley (la LRAU) que no establecía nada claro al respecto por ejemplo de la clasificación, cuando resulta que ésta no se exige siquiera tras la LUV: «es verdad que en la LUV el contrato con el urbanizador se califica como atípico precisamente para eludir la exigencia de clasificación» (sentencia del TSJ de la CV de 14 de mayo de 2007, FJ 9; artículo 119.5 de la LUV). No parece, pues, claro, que aplicar la ley de contratos (en tiempos de la LRAU a la luz de la LUV) signifique aplicar este criterio de clasificación. Y es que, en efecto, en la legislación contractual existen matices regulativos respecto de la clasificación. Así, ésta no se requiere para los contratos de servicios públicos (sentencia del TS de 30 de octubre de 2001); o se ha mantenido (por el Informe 5/2007 de 11 de diciembre, de la Junta Consultiva de Contratación administrativa de Aragón, en relación con la adjudicación de un Programa para el desarrollo de una actuación integrada, y tras reconocer el carácter contractual de la adjudicación, cuando se refiere a la clasificación) que no es exigible la clasificación para contratar con la Administración, bajo la ratio del contrato administrativo especial: «el régimen jurídico de los contratos administrativos especiales obliga a prescindir del requisito de la clasificación, dado que éste se aplica según el artículo 25 de la LCAP a los contratos de obras y servicios de cuantía igual o superior a 120.202,42 euros, exclusión que para los contratos administrativos especiales confirma la JCCA».
No queremos decir que tenga que ser necesariamente así en los contratos urbanísticos, pero sí que se impone al menos una reflexión sobre si estos contratos requieren o no este tipo de exigencias en atención a sus intereses propios, lejos de una mimética aplicación de las regulaciones del contrato de obras. Habrá entonces que debatir el tema oportunamente observando si no resulta por ejemplo más conveniente el fomento de la concurrencia, rebajando las exigencias de clasificación, ya que la exacerbación de las exigencias sobre clasificación o solvencia puede ser una forma de incumplir el propio principio de concurrencia que es la base de una licitación de este tipo (tal como permite afirmar, igualmente, en materia de solvencia, el Informe 3/2008 de la Junta de contratación pública de Navarra).
En suma, ni se puede negar la realidad contractual del contrato urbanístico, ni se puede llegar a una interpretación que lleve a aplicar reglas de la ley de contratos que no se prevén, según nos dice la STJUE de 26 de mayo de 2011.
[1] Tampoco el contrato de concesión de obra pública obedece por supuesto a la necesidad de superar retos de tipo urbanístico. De forma gráfica, la exposición de motivos de la Ley 13/2003, de 23 de mayo, reguladora de dicho contrato concesional de obra (después el TRLCSP 3/2011) nos informa de que el objeto de esta Ley es la ejecución de obras públicas de la índole de las infraestructuras mencionadas. Para resolver el problema de la ordenación del suelo se prevé la legislación del suelo (desde la LS 1956) y para resolver el problema de las infraestructuras se promulgan las distintas leyes de contratación pública o la Ley General de Obras Públicas de 13 de abril de 1877 (derogada, precisamente, por la citada Ley 13/2003, de 23 de mayo). Todo ello es así, a pesar de la clara repercusión y presencia de las obras públicas (tanto locales como estatales o autonómicas) en el planeamiento y gestión del suelo.
[2] El TRLS/1992 venía a justificar un completo y característico sistema de adquisición gradual de «facultades de contenido urbanístico susceptibles de adquisición» por parte de los propietarios, así como la regla según la cual «la aprobación del planeamiento preciso según la clase de suelo de que se trate determina el deber de los propietarios afectados de incorporarse al proceso urbanizador y edificatorio, en las condiciones y plazos previstos en el planeamiento o legislación urbanística aplicables, conforme a lo establecido en esta Ley». En suma, el propietario quedaba, así, compelido a ejercer sus derechos, las facultades urbanísticas, lo que se hacía derivar de la función social de la propiedad. Quedaba compelido, además, a ejercer aquéllas conforme a lo que disponía la Administración, en el planeamiento urbanístico (arts. 19, 20 y 23 del TRLS/1992). En esencia, se incorporaba al propietario necesariamente a un proceso urbanizador, en el cual debía ser forzosamente ejecutor de la planificación urbanística de la Administración. Aunque podía entenderse que estas cargas tenían naturaleza empresarial, se configuraban como una obligación ob rem justificada en la función social de la propiedad. Al propietario correspondía iniciar el proceso tendente a la edificación, aportando no sólo el suelo (lo que es inherente, en sentido estricto, a la función social de la propiedad) sino también la inversión adicional que conllevaba la urbanización realizada conforme al planeamiento urbanístico (lo que es inherente, en puridad, a una actividad empresarial). Pero esta concepción, en cuya virtud «el deber de edificar y de construir» es «la manifestación más típica de la función social de la propiedad urbana», era seguida y justificada por la jurisprudencia constitucional (de hecho, los párrafos entrecomillados proceden de la importante STC 61/1997, FJ 17 y de ahí que esta STC 61/1997 no declarase inconstitucional los arts. citados del TRLS/1992; véase también el FJ 14c). En efecto, lo característico en nuestro Derecho venía siendo que la función social de la propiedad justificase un determinado contenido o unas determinadas restricciones del ejercicio de la libertad de empresa (art. 38 CE), tal como llegaba a afirmar gráficamente la significativa STC 37/1987, donde se razonaba que la función social de la propiedad amparaba las restricciones en la libertad de empresa. Lógicamente, este planteamiento jurisprudencial era susceptible de ser criticado, concretamente la legitimidad de las restricciones en la libertad de empresa con apoyo en la función social de la propiedad. El Derecho urbanístico estatal fue descubriendo cómo, con las nuevas exigencias de gestión urbanística, la propiedad quedaba desbordada y agotada a la hora de seguir avanzando en la búsqueda de medios ágiles y adecuados de gestión del suelo. Se descubría, así, en el propio seno de la propiedad una faceta puramente empresarial. El propio planteamiento constitucional fue adaptándose a estas nuevas realidades, desviándose la atención desde el derecho de propiedad hacia la libertad de empresa. En este contexto, tampoco puede obviarse que la propia LRSV de 1998, aunque siguió manteniendo la concepción de la función social de la propiedad (artículo 1), partió de un modelo liberalizador del suelo que propiciaba un desarrollo adecuado de la iniciativa empresarial, partiendo en todo caso del «derecho», del propietario, a realizar el proceso urbanizador. En suma, las distintas legislaciones (tanto la estatal como las autonómicas, en especial la LRAU valenciana) fueron descubriendo o acentuando la faceta empresarial del urbanismo. Además, en vigencia de la propia legislación estatal (TRLS/1976 y TRLS/1992), no se desconoció la propia iniciativa «empresarial» en el plano de la gestión urbanística. De esta forma, cuando menos, dichos modelos autonómicos (que iremos estudiando), contarían con claros precedentes, no sólo la posibilidad de empresarios promotores inmobiliarios en la gestión urbanística o las conocidas empresas urbanizadoras a las que las Juntas de Compensación pueden encomendar la ejecución de obras (127.2 del TRLS/1976 y 176.4 del Reglamento de Gestión Urbanística aprobado por Real Decreto 3288/1978, de 25 de agosto –RGU–; artículo 110.3.a de la Ley de 17 de julio de 2001 de la Comunidad de Madrid). También puede verse en este contexto el fenómeno de conversión del propietario en empresario como problema característico de los tiempos del canto del cisne de la legislación estatal. En conclusión, tradicionalmente, ante la necesidad de mermar las facultades del propietario se pensó que la solución pudo haber sido que la Administración suplantara al propietario cuando éste incumpliera sus deberes urbanísticos (TRLS/1992). La legislación autonómica valenciana simplemente aportó, en este contexto, que la Administración delega esa misma función en un empresario o contratista.
[3] Lo que se completa con el apartado 94 de la misma sentencia: «Pues bien, según reiterada jurisprudencia, en un procedimiento por incumplimiento con arreglo al artículo 226 CE, incumbe a la Comisión probar la existencia de dicho incumplimiento. Debe aportar al Tribunal de Justicia los elementos necesarios para que éste pueda verificar la existencia de tal incumplimiento, sin poder basarse en presunciones» (sentencia de 27 de enero de 2011, Comisión/Luxemburgo, C 490/09, aún no publicada en la Recopilación, apartado 49, y jurisprudencia citada). Y con el 95: «Sobre este particular, y por lo que respecta a la naturaleza de las actividades a cargo del urbanizador, es preciso señalar que, pese a los elementos de análisis proporcionados por el Reino de España, la Comisión no intentó apoyar sus propias alegaciones ni refutar las del Estado miembro demandado mediante un examen profundo de dichos elementos».