19 nov
2021

El mundo de ayer y el futuro del urbanismo


Héctor García Morago

  • -I-

    Nuestro “mundo de ayer” no es el que rememorara magistralmente Stefan Zweig en la obra del mismo título; pero se le parece. Esos mundos tenían algo en común: pese a las tensiones y a los conflictos a los que se veían sometidos, ambos se hallaban presididos por la estabilidad; por la previsibilidad a largo plazo; por el carácter pausado de los cambios; por ser, naciones y estados, ámbitos de gobernabilidad factible y, en muy alta medida, compartimentos estanco; por ser menos densa y más inteligible la red de intereses entrecruzados; por contar con menos población que ahora, y por un largo etcétera.

    Las leyes urbanísticas que se promulgaron en España entre los años 50 y 70 del pasado siglo, vieron la luz en una sociedad optimista (con agudos problemas políticos y sociales; pero con la convicción firme de que el futuro sería mejor). El mundo estaba dividido en dos bloques; pero estos, más allá de los escarceos de rigor, habían alcanzado un estatus de conllevancia que garantizaba que el transcurso de la vida en cada área de influencia se produjese sin sobresaltos; o al menos sin sobresaltos incontrolables. Todo estaba previsto. Y en ese contexto asimilábamos con naturalidad los conflictos políticos, sociales y bélicos del momento. Muchas cosas podían irritarnos, o movilizarnos; pero no sorprendernos o hacernos perder la fe en el mañana; en un mañana que en nuestro imaginario nos creíamos capaces de describir y modelar; que nos servía de Norte.

    En España, las leyes urbanísticas de esos años fueron elaboradas con la participación decisiva de talentos que procedían del campo de los “vencidos” en la Guerra Civil (a modo de ejemplo paradigmático, Manuel Ballbé Prunés). Vino a ocurrir lo mismo en el ámbito económico (Sardà, Estapé, etc.).

    Se trataba de leyes aprobadas para planificar “holísticamente” a largo plazo, porque en aquel contexto se creía posible y necesario.

    Esas leyes recibieron una buena acogida, pese al signo político del régimen. Se trataba de leyes que se proponían llevar la racionalidad y la justicia social a un sector de la realidad de primera magnitud: el suelo y sus utilidades. En parte lo consiguieron; y en parte no, como es obvio; pero alumbraron masa crítica a espuertas. Sin esas leyes, sin la cultura que generaron, nuestras ciudades y pueblos hoy se encontrarían en peores condiciones; que a nadie le quepa la menor duda.

    Así las cosas, no es de extrañar que la legislación urbanística española actual, pese a algunas novedades, haya seguido cabalgando esencialmente sobre la estructura y sobre los conceptos de las leyes urbanísticas de 1956 y 1976. Y es ahí donde radica el problema, porque “el mundo de hoy” nos enfrenta a un panorama que poco o nada tiene que ver con el de los primeros setenta y cinco años del siglo XX.

    Para empezar, el poder configurador de estados y naciones ha disminuido considerablemente y el grado de estabilidad de las relaciones internacionales se ha deteriorado hasta extremos preocupantes. Las grandes corporaciones; las multinacionales; los opacos fondos de inversión, etc.; todas ellas son realidades que se gobiernan a sí mismas, con despotismo, burla y menosprecio hacia lo público; y con sus decisiones condicionan nuestras vidas.

    Los conflictos emergen por doquier, se multiplican y se cronifican. Y en ese contexto de mundialización caótica y salvaje, resulta vano trazar hipótesis de futuro medianamente rigurosas. Al cabo, aparece, esporádicamente, en el horizonte, el fantasma de la “guerra” -extendida por todo el planeta- como algo posible y como implacable ordenador social; última ratio; para destruirlo todo y volver a recrear, partiendo de cero, nuevas sendas de crecimiento.

    Los apóstoles del “decrecimiento”, carentes de un programa sensato y con recorrido explícito, indoloro y practicable, pueden contribuir -sin proponérselo- a que esa hipótesis se haga realidad más pronto que tarde.

  • -II-

    En el “mundo de hoy”, en la España de hoy para ser más concretos, podemos decidir o acordar hasta dónde desearíamos llegar a través de la ordenación urbanística del suelo; pero sin la seguridad que sería necesaria para que ese propósito pudiese traducirse en mandatos o decisiones omnicomprensivas y a largo plazo.

    Habría, pues, que reflexionar sobre la conveniencia de un “urbanismo de transición”; de un “urbanismo confesadamente provisional”. O dicho de otro modo: de un urbanismo sin arrogancia, más modesto, con objetivos muy concretos a corto y medio plazo, capaz de “salvar los muebles” de nuestro entorno presente en espera de mejores tiempos. Y eso podría o quizá debería traducirse en una planificación menos pretenciosa, acompañada de procedimientos ágiles, expurgados en cierta medida de esa acumulación procedimental de datos e información que nos está llevando al paroxismo.

  • -III-

    Como es público y notorio, la aprobación de un plan general municipal o de su revisión, a menudo consume unos cuantos años (en casos no anecdóticos, hasta una década). También recursos económicos considerables. Entre otras razones, porque ese plan debe venir trufado de informes, estudios y evaluaciones de diverso signo, como no podría ser de otra manera. Y otro tanto de lo mismo deberíamos decir de no pocos expedientes de modificación puntual.

    Cada análisis sectorial que las leyes van adicionando a la tramitación de los planes urbanísticos, le abre una (nueva) puerta de acceso a la litigiosidad. La prueba está en que buena parte de los veredictos judiciales invalidatorios, lo son por razones de carácter formal.

    Es verdad que a ese devenir han contribuido enormemente las Directivas europeas de sesgo medioambiental; pero ante el rumbo incierto de nuestro planeta, acaso sería una tarea inaplazable la elaboración de una Directiva europea de bases urbanísticas y ambientales coordinadas. Una Directiva que trazase un mínimo común en materia de ordenación del territorio, urbanismo y medioambiente, que restringiese al mínimo indispensable la evaluación ambiental estratégica, sin perjuicio de poner el acento en los estadios posteriores al de planificación. Y siempre, sin perder de vista el principio de sostenibilidad.

    Eso, indudablemente, entraña riesgos, así como el reconocimiento oficial de la presencia del azar en nuestras vidas; pero el riesgo 0 no existe, y el azar es inevitable.

    En estos tiempos de pandemia y de conflictos bélicos dispersos hemos asistido atónicos a lo que ha traído consigo el traslado masivo de la industria europea y norteamericana a Asia (en nuevo eje del mundo) y muy especialmente a China. Hace escasos días nos desayunábamos con la paralización de la producción en una gran empresa de automoción radicada en Cataluña, precisamente por las dificultades que había encontrado para recibir puntualmente los suministros de material procedentes del gigante asiático.

    Se habla, pues, de la necesidad de que Occidente recupere parte de la actividad fabril perdida; y eso (al igual que otros propósitos) va a requerir de una actividad planificadora que para ser exitosa tendrá que tramitarse con celeridad y contemplar, de consuno -en la Europa mediterránea y del Este especialmente- un programa ciclópeo de restauración del “contrato social” quebrado, así como una acción decidida en las zonas escasamente pobladas; y todo ello, a sabiendas de que esa nueva estrategia va a ser contestada; porque hoy en día no existe proyecto de grandes dimensiones que no encuentre contestación; contestación en parte seria y sincera, y en parte proveniente de lo que podríamos denominar, si se nos permite la licencia, “neocatarismo naturalista”.

  • -IV-

    Pero de nada va a servir un marco normativo adecuado si no viene acompañado de una acción de gobierno decidida, firme. Y eso requiere que, en un contexto democrático como el nuestro, aquellos que gozan de la legitimidad mediata o directa que les confiere el voto popular o el de los representantes electos de la ciudadanía, puedan gobernar y no sientan vértigo llegado el momento de tomar decisiones.

    Una cosa es que principios como los de “transparencia” y “participación” deban verse satisfechos adecuadamente en sede de planificación urbanística; y otra muy distinta que la acción de gobierno acabe cediendo, a la mínima, a presiones sectoriales de diversa índole.

    No estamos hablando de hipótesis de laboratorio.

    En Cataluña hemos podido ver la suerte corrida (de momento) por el proyecto de ampliación del aeropuerto del Prat. Y algo parecido ha sucedido con el fin de los peajes en las autopistas del Principado; hecho, este último, cuyo acaecimiento se conocía desde hace muchos años; lo que no ha servido para prevenir los embotellamientos en los antiguos peajes, ni tampoco para valorar la posibilidad de mantenerlos y gestionarlos desde la Administración, estableciendo de forma generalizada peajes sensiblemente económicos con los que obtener fondos para sufragar el mantenimiento de las vías y, en lo sobrante, dotar en mayor medida el gasto social; especialmente en un momento en el que las secuelas de la pandemia se nos van a mostrar con toda su crudeza.

    En nuestro mundo -es preciso insistir en ello- la gobernación está en plena crisis; y los problemas se van acumulando. Y de poco puede servir una buena planificación territorial y urbanística si no va acompañada de la voluntad de aplicarla por parte de aquellos que están convocados a esa tarea.

    Hacer más asequible el procedimiento de elaboración de los planes de ordenación territorial y urbanística, de poco habrá de servir en manos de unas autoridades escasamente predispuestas a pasar del estadio de la participación ciudadana y de la ponderación de intereses al de la toma de decisiones, ante la mínima sospecha de que esas decisiones bien pudieran irritar a unos o a otros.

  • -V-

    Capítulo aparte debe merecer la erupción del volcán de la Cumbre Vieja, en la isla de La Palma.

    Hemos podido contemplar cómo la lava sepultaba todo tipo de obras y construcciones, aunque por fortuna no se han producido víctimas mortales y todo lleva a pensar que se pondrán todas las energías necesarias para que la población afectada pueda recuperar, más pronto que tarde, su vida habitual en las debidas condiciones y sin menoscabos apreciables.

    Pero en otro orden de cosas: ¿cabe considerar la eventual responsabilidad del planificador, por haber permitido la urbanización de los espacios sepultados por la lava?

    Pues resulta difícil llegar a esa conclusión.

    Desde tiempos inmemoriales ha resultado posible armonizar vida humana y riesgo volcánico en el archipiélago canario.

    Hemos admitido pacíficamente que la ponderación de los diversos factores a tomar en consideración arrojaban un resultado favorable a esa convivencia; seguramente -eso sí- bajo unas condiciones más severas que en el grueso del territorio peninsular.

    Lo ocurrido en La Palma no puede equipararse a los desastres que se han producido en ocasiones con motivo, por ejemplo, de la autorización de campings en zonas inundables con periodos de retorno conocidos e incompatibles con el asentamiento humano.

    Eso no significa que -a la vista de los estragos causados por la lava- la ordenación territorial y urbanística de La Palma no deba revisarse de inmediato; e incluso modificarse si es preciso, de forma urgente, sin desdeñar para ello la legislación de urgencia, dada la singularidad del problema.

  • -VI-

    ¿Y qué decir de la “autonomía local” en el contexto en el que nos encontramos?

    Pues que todo apunta a que en sede de planificación urbanística la “autonomía local” no podrá evitar las consecuencias de la deriva supralocal de un número cada vez mayor de asuntos de interés público o general. Como botón de muestra la Ley 7/2021, de 20 de mayo, de cambio climático y transición energética; en sí misma un “programa revolucionario” (en el mejor sentido de la expresión) cuyos objetivos difícilmente podrán ser dejados al albur de un “universo en expansión” de centros de decisión.

    Esa deriva -que ya viene de lejos- afectará especialmente a los municipios; y tarde o temprano la única forma de preservar esa autonomía en el ámbito que ahora nos ocupa, situará a los responsables políticos ante la eventualidad de tener que trasladar buena parte de las competencias de planificación urbanística de los municipios, a los entes locales de carácter supramunicipal. O eso, o a forzar una revisión general de la planta municipal para simplificarla sustancialmente y, de esa manera, lograr que todos los Ayuntamientos resultantes dispongan de una envergadura territorial y económica susceptible de limitar las externalidades que traen consigo desapoderamiento.

  • -VII-

    Un problema añadido -cuando de planificar se trata- nos viene dado por el papel que la ciencia está llamada a desempeñar en la toma de decisiones públicas.

    Dar por buena o relativizar en exceso la importancia que pueden tener las “autoridades científicas”, significa trazar un camino directo al precipicio.

    Con motivo de la pandemia de COVID-19 hemos asistido, a través de las redes sociales (otro gran problema), a un debate constante, público e universal en el que un número ingente de personas (con conocimientos científicos, o no) se han creído autorizadas a emitir opiniones tajantes y a menudo contrapuestas.

    La “ciencia oficial” se ha visto a menudo desautorizada y ridiculizada sin rigor y sin merecerlo, con la consiguiente desorientación de la opinión pública. Opinión pública que no ha podido contar -todo hay que decirlo- con una contraofensiva informativa de las autoridades, dotada de mensajes claros, directos y contundentes. Y eso mismo puede suceder llegado el momento de planificar el territorio.

    Urge, pues, que el examen técnico oficial de los proyectos de plan (sobre todo de los planes originarios) recaiga en organismos dotados de auctoritas e imperium. De organismos que, sin perjuicio de su carácter oficial, tengan opinión propia, sin subordinación política. Eso sí: será preciso, además, que esos organismos sean ágiles; se hallen integrados por personas de ejecutoria contrastada; y su composición sea pública.

    Eso no significa que las opiniones de esos organismos no puedan ser puestas en entredicho. Se trata de que aquellos que tengan la intención de criticarlas desde una perspectiva técnica -al pairo, por ejemplo, de un recurso contencioso-administrativo- sepan a qué atenerse cuando se hallen en el trance de contradictaminar.

    Es, la anterior, una observación que comprenderán perfectamente los que están familiarizados con el proceso contencioso-administrativo en su vertiente urbanística; proceso en el que suelen generar desconfianza las periciales de parte (salvo para quien las aporta) y en el que de forma no infrecuente, las periciales judiciales dejan mucho que desear; quizá porque el acceso a la lista de peritos no se halla sometido a un proceso de selección adecuado.

  • -VIII-

    En otro orden de cosas, no es un problema menor el de encontrar a los interlocutores adecuados en los estadios de participación ciudadana de los procesos de planificación territorial y urbanística.

    Un sistema de partidos políticos sano no habría agotado la lista, ni mucho menos; pero habría contribuido a simplificar las cosas. No en vano, son los partidos políticos los que en principio serían los (constitucionalmente) llamados a ofrecernos una cosmovisión que, como tal, comprendiera o se proyectase sobre todos los ámbitos de la realidad colectiva, incluida la urbanística. Pero como eso no sucede, ni parece que vaya a hacerlo pronto, con el tiempo se ha ido generando -a modo de metástasis- un universo incontable de grupos sectoriales de acción y opinión en acechanza de las iniciativas públicas. Muchos de ellos, de acción meritoria y necesaria. Otros, no tanto; lo que obligará a discernir entre unos y otros llegado el momento de otorgar mayor o menor peso a opiniones y reivindicaciones. Eso sí: sin temor, de ser preciso, a acabar diciendo “no” desde la responsabilidad política; especialmente frente a la intransigencia del universo illuminati (léase: gente que abraza la naturaleza u otras cosas con una fe religiosa de textura calvinista).

    En el anterior sentido, puede ser una fuente de inspiración la regulación de la “acción popular” que se contiene en los art. 22 y 23 de la Ley 27/2006, de 18 de julio, por la que se regulan los derechos de acceso a la información, de participación pública y de acceso a la justicia en materia de medio ambiente: la legitimación queda circunscrita a personas jurídicas sin ánimo de lucro, creadas para la defensa del medio ambiente, con una ejecutoria mínima de dos años susceptible de ser contrastada.

    Dicho, lo anterior, sin perjuicio de la participación de los ciudadanos individualmente considerados; a menudo -todo hay que decirlo- impulsada por intereses que, no por respetables, no dejan de ser individuales o privados.

  • -IX-

    Para acabar, simplemente reseñar que no es indiferente que el título del presente artículo contenga la expresión “el futuro del urbanismo”; porque se trata de eso y no del “urbanismo del futuro”.