Víctor Almonacid Lamelas
Resumen
El Derecho Constitucional, y sobre todo su vástago el Derecho Administrativo, tradicionalmente concebido como un sistema normativo orientado a regular la organización interna de las administraciones públicas y sus relaciones con la ciudadanía, enfrentan hoy el desafío de adaptarse a una realidad mucho más compleja y dinámica. La frontera entre lo público y lo privado en la prestación de servicios se ha difuminado, y la irrupción de la tecnología ha multiplicado las formas de interacción, los actores implicados y los escenarios de actuación. Esa tecnología, que está llamada a ser una aliada, plantea no obstante los mismos retos que potenciales beneficios. En este contexto, la pregunta sobre cómo puede el Derecho Administrativo (y, por extensión, la propia Administración) adaptarse a la creciente complejidad del sector público y privado en la prestación de servicios resulta crucial y exige una reflexión crítica y propositiva.
Debemos explicar a los que piensan que la administración debe ser la misma de siempre que el “administrado” (palabra obsoleta donde las haya) ya no es el mismo que el de hace una década, y no tiene absolutamente nada que ver con el de hace dos. Las relaciones jurídico-administrativas han evolucionado, y aquel ciudadano sumiso, subyugado y en ocasiones atemorizado por una administración lenta e intencionadamente burocrática, se ha convertido en un usuario de servicios, a veces privados y a veces públicos. En el segundo caso podríamos hablar de relación jurídico-administrativa moderna. Este nuevo perfil de ciudadano, plenamente integrado en la sociedad del conocimiento, conoce, valga la redundancia, todos sus derechos, y en condiciones normales va a exigirlos a cambio de sus impuestos.
Haciendo un breve resumen histórico, debemos comenzar por el reconocimiento mismo de los derechos, ya que en el modelo de gobierno de monarquía absoluta la mayoría de ciudadanos tenían un rol de vasallaje, hasta que el reconocimiento universal de los Derechos Humanos proclamaba por encima de todo la igualdad entre todas las personas del mundo. La inercia generada por los Tratados Internacionales de Derechos tuvo un impacto desigual en las distintas Constituciones estatales, las cuales por otra parte siempre se han caracterizado por disponer un amplio catálogo de derechos, que en un Estado Social y Democrático de Derecho eran de tres tipos: fundamentales, sociales y de participación democrática. A destacar en este sentido la Declaración Universal de Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948 en París. A nivel mundial también destacamos el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales, firmados ambos en Nueva York en el año 66. A nivel europeo debemos citar el Convenio Europeo para la protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales del año 50, la Carta Social Europea del 61, y desde luego el Tratado Constitucional, en especial su Parte II (“Carta de los derechos fundamentales de la Unión”). Finalmente, a nivel nacional, se recogen en el Título I de la Constitución española.
El reconocimiento de los derechos en las Constituciones de los Estados nos llevó a diferenciar, en muchos casos, entre derechos de los nacionales y derechos de los extranjeros. La misma Constitución española, en su Título I, diferencia algunos derechos fundamentales que en principio corresponden sólo a los españoles (p.ej. arts. 14, 19 y 29.1), de otros de carácter universal (p.ej. arts. 15,17 y 24). Por su parte el art. 18.2 de la LRBRL establece: “La inscripción de los extranjeros en el padrón municipal no constituirá prueba de su residencia legal en España ni les atribuirá ningún derecho que no les confiera la legislación vigente, especialmente en materia de derechos y libertades de los extranjeros en España”.
Partiendo de las estructuras democráticas que se han ido consolidando en los estados en los últimos pocos siglos, no cabe duda de que hemos llegado a una nueva generación de derechos de los ciudadanos. Podemos hablar de una nueva fase en la evolución del Estado Social y Democrático de Derecho: “el Estado Tecnológico de Derecho”, ya que la configuración histórica de cada uno de los “tres estados” ha venido propiciada precisamente por la incorporación paulatina de nuevas generaciones de derechos (fundamentales, sociales, y democráticos).
Al Estado de Derecho le debemos el principio de legalidad, así como los otros principios, derivados, que recogen los epígrafes 1 y 3 del art. 9 de la Constitución española: sometimiento a la misma y al resto del ordenamiento jurídico, jerarquía normativa, publicidad de las normas, seguridad jurídica… El Estado de Derecho se basa en el reconocimiento de los Derechos Fundamentales, y de hecho el momento histórico en el que se fragua dicha concepción estatal coincide con el reconocimiento internacional de estos Derechos.
Más adelante, un nuevo derecho, el de participación política (y sindical, y ciudadana), penetra en el entramado anterior, aportando la dimensión de la democracia, absolutamente necesaria para que los derechos fundamentales pasen de la teoría a la práctica. Posteriormente, los derechos de participación ciudadana han experimentado su propia evolución, y se puede decir que con el éxito de Internet y las RRSS, pero sobre todo por el auge del modelo de Gobierno Abierto, se encuentran en un buen momento.
Tras el estado democrático, la última etapa que siempre nos explicaron deriva de la incorporación de los derechos sociales (vivienda, medio ambiente, seguridad social…), que dio entrada al Estado Social, y que a pesar de que se enfrenta en un primer momento con el Estado de Derecho, acaba no obstante encajando y conviviendo con las anteriores etapas. Se consolida así el Estado Social y Democrático de Derecho (art. 1.1 de la Constitución).
En el siglo XX hubiéramos concluido esta breve exposición histórica en el párrafo anterior, pero ya han pasado algunos años y ahora mismo debemos seguir. Del “Estado tecnológico de Derecho”, que se podría definir como la plasmación jurídica de la realidad socio-tecnológica del siglo XXI, derivan los derechos electrónicos o digitales, que son los derechos contenidos en la normativa sobre administración electrónica (como la Ley de procedimiento) y sobre protección de datos (esencialmente la Ley Orgánica de protección de datos y garantía de los derechos digitales). Reivindicamos con vehemencia la efectividad de estos derechos, pero no porque sean una novedad en el año 2025, sino porque llevamos muchos años solicitando vivamente el debido catálogo de derechos digitales de calidad. Y es que esto no es ninguna modernidad, pues desde 2007 en España (antes en otros países), estos derechos aparecen en la Ley. Este “cuarto estado” profundiza en el Estado democrático al permitir y fomentar la participación e información a través de las nuevas tecnologías. Y lo hace desde las normas, desde el Estado de Derecho, ya que el legislador (“los legisladores” en realidad) ha reaccionado ante el nuevo contexto socio-tecnológico con un elenco de normas entre las que la Ley de acceso electrónico de los ciudadanos a los Servicios Públicos es simplemente una más. También se relaciona con el Estado social, por responder estos cambios legales precisa y directamente a las exigencias de la sociedad, y se basa en la respuesta a sus nuevas necesidades, las necesidades tecnológicas, de las que derivan los servicios electrónicos, una nueva etapa en el Estado de Bienestar, compatible no obstante, y por primera vez, con el principio de eficiencia. Simultáneamente la sociedad ha ido tomando conciencia en los últimos años del peligro medioambiental al que se enfrentan las generaciones futuras, y esto ha marcado una nueva tendencia en la implantación de las tecnologías, la cual se podría plasmar en la palabra sostenibilidad, aunque ya se han acuñado otras expresiones como Green IT, que integra claramente ambos conceptos, dando cuenta que se trata de las dos caras de una misma moneda. En el marco de una administración municipal, la consecución de esta otra nueva generación de derechos, los derechos ecológicos desde la perspectiva de la tecnología sostenible, deriva de forma natural en los proyectos de Smart City o Smat Village (no siempre restringido a ciudades de cierto tamaño) o bien simplemente de servicios inteligentes (para cualquier municipio, con la ayuda de las Diputaciones Provinciales). Dicho en pocas palabras: no tiene sentido que un vecino pase veinte minutos de su tiempo dando vueltas a la manzana (y emitiendo CO2) para encontrar aparcamiento si una red de sensores vinculada al GPS puede informarle en tiempo real de las plazas libres. En este sentido, otra norma que regula derechos es la Ley de Bases del Régimen Local (art.18).Uno de esos derechos (en este caso «de los vecinos») es el de exigir la prestación y, en su caso, el establecimiento del correspondiente servicio público. Mucho se habla de si el servicio debe ser propio, obligatorio, delegado, reservado… Pero en nuestra opinión siempre se excluye del debate la importante cuestión de la calidad del servicio, y sobre todo en qué consiste hoy en día. En nuestra opinión el ciudadano tiene derecho a que los servicios públicos sean inteligentes, y también lo tiene, vía Constitución, a que además de su mero establecimiento se establezcan asimismo los cauces para poder utilizar dichos servicios, lo que nos llevaría, por ejemplo, a la necesidad de establecer el servicio municipal de WiFi, que podemos definir como un servicio que permite utilizar otros servicios.
En resumen, en el momento presente dos fenómenos marcan esta evolución en los derechos de las personas. Por un lado la integración europea, que conlleva el reconocimiento, ya desde Maastricht, de la llamada ciudadanía de la Unión Europea que implica una serie de derechos propios de los europeos, que son objeto de garantía y defensa ante en Tribunal de Justicia Europeo. Véase en este sentido la a Recomendación 19/2001 del Comité de Ministros (en este caso del Consejo de Europa) a los Estados miembros sobre la participación de los ciudadanos en la vida pública en el nivel local, y la Decisión del Consejo (de La Unión) 2004/100/CE, de 26 de enero, por la que se establece un Programa de Acción comunitario para la promoción de la ciudadanía europea activa. Más nos gustaría hablar de igualdad de todas las personas de todo el Mundo, pero de momento parece que jurídicamente solo está garantizado a nivel europeo, lo cual evidentemente no quiere decir, por desgracia, que no haya desigualdades dentro del territorio de la Unión. Por otro lado el reconocimiento, por ley, de los derechos electrónicos de los ciudadanos, que nos lleva a afirmar que la fase actual del Estado de Derecho es el Estado Social y Tecnológico de Derecho, que definido de una forma muy sencilla es aquel en el cual los todos los demás derechos, especialmente los de participación, se pueden ejercer por medios electrónicos.
Estos derechos electrónicos, que se pueden considerar de alguna forma la versión 2.0, nunca mejor dicho, del art. 35 de la ya casi olvidada Ley 30/92 (LRJPAC), se pueden listar, de la forma más actualizada posible, refiriendo el art. 13 de la Ley 39/2015, de Procedimiento Administrativo:
“Quienes de conformidad con el artículo 3, tienen capacidad de obrar ante las Administraciones Públicas, son titulares, en sus relaciones con ellas, de los siguientes derechos:
Estos derechos se entienden sin perjuicio de los reconocidos en el artículo 53 referidos a los interesados en el procedimiento administrativo”.
Un detalle importante es que siempre se ha hablado de derechos de los ciudadanos, de los vecinos, de los administrados, de los contribuyentes, de los españoles, de los extranjeros… En plena era digital la “nueva” (sorprende que aún la llamen así) Ley de Procedimiento no puede hablar sino de derechos de las personas. Téngase muy en cuenta. Por otro lado vemos cómo el listado acaba con una cláusula abierta que establece una remisión genérica a otras leyes, empezando por la propia Constitución. Dos de esas leyes son, en primer lugar, la misma Ley de Procedimiento, que en su art. 53 recoge en este caso los derechos de los interesados, esto es, los que tienen tal condición en relación a un procedimiento administrativo. En puridad, es este listado el que realmente constituye esa versión actualizada del catálogo de derechos del art. 35 de la Ley 30/1992, incluso del recogido en el art. 6 de la Ley 11/2007. Y en segundo lugar la Ley de Bases del Régimen Local, que regula los derechos de los vecinos en relación a la administración más próxima, motivo por el cual la mayoría de estos derechos son de participación. Como vemos, la reflexión nos lleva al Open Government con la misma facilidad que hace unas líneas nos llevaba a la Smart City. Llevamos años hablando de estos conceptos, pero por algún motivo siguen sonando demasiado novedosos para la Administración y su rama del Derecho. Pero debemos ser conscientes de la Administración (sobre todo la municipal) que ahora quiere/necesita la ciudadanía: tecnológica, social, participativa, eficiente, sostenible… La que quiere, y a la que tiene derecho. La accesibilidad y la eliminación de la brecha digital solo puede ser digital. Parece una paradoja, pero no lo es. Y me permito añadir que la Inteligencia Artificial (IA) es la tecnología más accesible de la historia, muy útil para las personas mayores, tradicionalmente excluidas de la era digital.
Y este es el nuevo Derecho Administrativo, que ya no es tanto el “Derecho interno” de la Administración “y sus cosas”, sino el Derecho de las relaciones con las personas. Esto tan solo demuestra el estado de crisis del Derecho Administrativo clásico, que se mueve entre la inercia y la obsolescencia. Esta rama del Derecho, tradicionalmente anclado en el modelo continental, ha sido durante décadas la columna vertebral de la organización y funcionamiento de las administraciones públicas. Su razón de ser residía en la necesidad de dotar a la administración de un marco normativo propio, diferenciado del derecho privado, justificado por la naturaleza pública de los servicios prestados y la defensa del interés general. Sin embargo, este planteamiento, que en su momento respondió a realidades sociales y económicas concretas, evidencia hoy profundas grietas.
La expansión del sector público más allá de la administración territorial clásica, la multiplicación de sujetos públicos y privados que gestionan funciones de interés general y la crisis del concepto de “servicio público” han desdibujado los límites subjetivos y objetivos del derecho administrativo. La doctrina y la jurisprudencia europeas han contribuido a esta erosión, rechazando el monopolio conceptual del service public y propugnando categorías funcionales como “servicio de interés económico general” o “servicio universal”, aplicables incluso a operadores privados.
La consecuencia es una progresiva deslegitimación del derecho administrativo entendido como derecho “de puertas adentro”, centrado en la organización interna y los procedimientos, y una tendencia a su dilución en un derecho público funcional, más atento a la regulación de actividades y relaciones que a la naturaleza del sujeto interviniente. La supervivencia del derecho administrativo, por tanto, exige una profunda revisión de sus fundamentos y de su ámbito de aplicación, so pena de perder relevancia frente a los retos del siglo XXI.
Un buen ejemplo de lo anterior es el principio de territorialidad, hoy en día un dogma cuestionable. En efecto, uno de los pilares del Derecho Administrativo clásico es el principio de territorialidad, según el cual las competencias de las entidades públicas se ejercen dentro de los límites geográficos que la ley les asigna. Este principio, que encuentra su justificación en la organización política y administrativa del Estado-nación, se revela crecientemente anacrónico en un contexto de relaciones desmaterializadas y transfronterizas. La aplicación literal de la territorialidad conduce a soluciones disfuncionales, como la necesidad de instar la colaboración de administraciones de ámbito superior para la ejecución de actos que, en la práctica, no requieren desplazamiento físico alguno. Más aún, la digitalización de los servicios públicos y la interacción ciudadana a través de redes telemáticas hacen inviable la identificación de un locus operandi claro, erosionando la base misma del principio de la competencia o la jurisdicción territorial. En definitiva, la persistencia de este dogma no solo dificulta la eficacia administrativa, sino que genera desigualdades y vacíos de protección, al dejar sin respuesta situaciones en las que el interés público trasciende las fronteras administrativas tradicionales.
Superada esta etapa, el nuevo Derecho Público debe salir airoso frente al reto digital. Dicho de otra forma: nuevos actores, nuevas reglas. El advenimiento de la sociedad digital ha supuesto una auténtica revolución en la forma de interactuar, contratar, consumir y relacionarse con el sector público. El ciberespacio, por definición, carece de fronteras físicas y permite la realización de actos jurídicos multilocalizados y multitemporales, desafiando los esquemas regulatorios convencionales. En este nuevo escenario, los poderes públicos comparten protagonismo con actores privados de dimensión global, especialmente las grandes plataformas tecnológicas, que imponen unilateralmente sus propias reglas de juego. La aceptación de condiciones de uso y políticas de privacidad de empresas como Meta, Google o X (antigua Twitter) implica, en la práctica, la sumisión a ordenamientos jurídicos ajenos, como el californiano, incluso en materias de protección de datos o resolución de conflictos.
El legislador nacional y europeo, incómodo y reactivo, asiste a la emergencia de un “poder normativo” de facto ejercido por corporaciones privadas, que regulan aspectos esenciales de la vida digital sin control democrático ni garantías suficientes para los derechos fundamentales. La sanción impuesta por una red social, la desactivación de una cuenta o el bloqueo de un contenido son actos de autoridad privada con efectos públicos, que escapan en gran medida al control jurisdiccional y a los principios del derecho administrativo clásico. La respuesta jurídica a este fenómeno es aún insuficiente y fragmentaria. El llamado “Derecho Digital” no constituye una rama autónoma, sino un nuevo modo de manifestación de los hechos jurídicos y de las relaciones de poder, que exige una revisión profunda de los conceptos, principios y técnicas normativas tradicionales.
Por eso debemos avanzar hacia un derecho público post-territorial y post-burocrático. Las mencionadas crisis del Derecho Administrativo y del principio de territorialidad, unidas a la emergencia de nuevos actores normativos, obliga a repensar el derecho público desde una perspectiva funcional, relacional y tecnológica. El futuro del derecho público no puede seguir anclado en la dicotomía administración/administrado ni en la compartimentación territorial, sino que debe orientarse a la protección efectiva de los intereses generales y de los derechos fundamentales en un entorno global, digital y dinámico. Todo ello implica, entre otras cosas:
De acuerdo con los párrafos anteriores, parece claro que ante situaciones inéditas debemos realizar propuestas igualmente inéditas para sustentar un Derecho Público robusto de cara al futuro, y no uno basado en instituciones que se tambalean. La transformación del Derecho Público es ineludible y debe afrontarse con audacia y realismo. No se trata solo de adaptar normas y procedimientos, sino de repensar los fundamentos mismos del poder público en un mundo interconectado y desmaterializado. Algunas propuestas inéditas que pueden orientar esta evolución son:
En definitiva, el Derecho Público del siglo XXI debe abandonar la nostalgia de un pasado territorial y burocrático, para convertirse en un instrumento vivo, flexible y orientado a la protección de los derechos y la eficacia de la acción pública en un mundo sin fronteras físicas, pero no exento de riesgos y desigualdades. La innovación jurídica, más que una opción, es una necesidad impostergable.
El Derecho Constitucional español, como marco normativo fundamental del sistema jurídico, enfrenta en los nuevos tiempos desafíos significativos derivados de la transformación digital, la globalización y la redefinición de los límites entre lo público y lo privado. Su encaje en la era digital exige una revisión crítica de sus principios y garantías, así como una adaptación de sus mecanismos de protección y control.
Primeramente, debemos defender la apertura constitucional a los derechos digitales, en sintonía con el que hemos denominado Estado Tecnológico de Derecho. La Constitución española de 1978 consagra un catálogo de derechos fundamentales, muchos de los cuales resultan directamente afectados por el avance tecnológico y la digitalización de la vida social y administrativa. El derecho a la igualdad, la protección de datos personales, la libertad de expresión, el derecho a la información y la participación política adquieren nuevas dimensiones en el entorno digital, requiriendo una interpretación evolutiva y garantista por parte de los poderes públicos y, especialmente, del Tribunal Constitucional. Precisamente, la reciente jurisprudencia constitucional ha comenzado a reconocer la importancia de los derechos digitales, si bien de forma todavía fragmentaria y reactiva. El reto es avanzar hacia una constitucionalización plena de estos derechos, dotándolos de la misma protección que los derechos clásicos y asegurando su eficacia frente a la administración y frente a los nuevos poderes privados, como las grandes plataformas tecnológicas.
Por otra parte, el principio democrático legitima un control de los poderes digitales. En efecto, este principio-eje vertebrador del ordenamiento constitucional, se ve tensionado por la emergencia de actores privados con capacidad normativa y sancionadora en el ámbito digital. La Administración pública ya no es el único poder regulador: las plataformas digitales imponen condiciones de uso, gestionan datos personales y adoptan decisiones con efectos públicos, muchas veces sin control judicial efectivo ni sujeción a los principios constitucionales.
El Derecho Constitucional debe reforzar los mecanismos de control democrático y de rendición de cuentas en el entorno digital, exigiendo transparencia, motivación y posibilidad de impugnación de las decisiones que afecten a derechos fundamentales, con independencia del carácter público o privado del sujeto que las adopta.
Y es aquí donde nuevamente debemos hablar de conceptos como territorialidad, descentralización y unidad de mercado digital, que en absoluto son ajenos al bloque de constitucionalidad estatal-europeo. Ante todo, porque la Constitución española articula un modelo territorial descentralizado, basado en la distribución de competencias entre el estado y las comunidades autónomas. Sin embargo, la digitalización y la globalización de los servicios públicos y privados desafían la eficacia de este modelo, al dificultar la identificación de la autoridad competente y la aplicación uniforme de los principios constitucionales en todo el territorio nacional. El Tribunal Constitucional ha señalado la necesidad de preservar la unidad de mercado y la igualdad de derechos en todo el territorio, lo que en el contexto digital exige una mayor coordinación normativa y una interpretación funcional de las competencias, basada en los efectos jurídicos y no en la mera localización física de los actos o servicios.
No menos “constitucionales” son los principios-derechos de participación ciudadana y democracia digital. La Constitución reconoce el derecho de los ciudadanos a participar en los asuntos públicos, directamente o a través de representantes. La tecnología ofrece oportunidades inéditas para la participación digital, pero también plantea riesgos de exclusión y manipulación. El derecho constitucional debe garantizar la universalidad, autenticidad y eficacia de los procesos participativos digitales, así como la protección de los datos personales y la igualdad de acceso a las nuevas formas de deliberación y decisión colectiva.
Por todo ello es nuestra obligación doctrinal, y casi moral, formular algunas propuestas críticas para el encaje constitucional en la era digital
El Derecho Constitucional español, como marco normativo fundamental del sistema jurídico y garante de los derechos y libertades, se enfrenta a desafíos inéditos en el contexto de la transformación digital. La digitalización de la vida social, económica y administrativa exige una adaptación crítica y profunda de los principios, derechos y mecanismos constitucionales para asegurar su vigencia y eficacia. A continuación se expone un análisis técnico-jurídico y crítico sobre cómo puede y debe adaptarse el derecho constitucional a los cambios digitales actuales.
Abogamos por una especie de “reinterpretación dinámica de los Derechos Fundamentales”. La Constitución española de 1978 consagra un catálogo de derechos fundamentales que, en la era digital, adquieren nuevas dimensiones y requieren una interpretación evolutiva. Derechos como la intimidad, la protección de datos, la libertad de expresión, la información, la igualdad y la participación política se ven afectados por fenómenos como la gestión algorítmica, la inteligencia artificial, la deslocalización de datos y la intervención de actores privados globales. El Tribunal Constitucional y el legislador deben asumir una función activa de actualización interpretativa, dotando de contenido digital a los derechos clásicos y reconociendo derechos emergentes, como el derecho a la identidad digital, el derecho al olvido, la neutralidad de la red o la protección frente a la discriminación algorítmica. Esta labor no puede limitarse a la mera aplicación analógica, sino que debe incorporar los riesgos y oportunidades específicos del entorno digital.
Esto nos lleva a exigir la aludida garantía efectiva frente a nuevos poderes privados. El constitucionalismo clásico partía de la premisa de que el principal riesgo para los derechos fundamentales provenía del poder público. En la actualidad, los grandes operadores tecnológicos y plataformas digitales ejercen poderes normativos, sancionadores y de control social de facto, muchas veces sin sujeción a los principios constitucionales ni a controles democráticos efectivos. El Derecho Constitucional debe extender sus garantías y mecanismos de protección frente a estos nuevos poderes privados, estableciendo obligaciones de transparencia, motivación y control democrático para quienes gestionan servicios de interés general, incluso si son entidades privadas. La protección de los derechos fundamentales debe ser exigible tanto frente a la administración como frente a los gigantes tecnológicos, mediante acciones judiciales y mecanismos de tutela efectiva.
Por otro lado, la aludida superación del principio de territorialidad debe ir de la mano de una mayor coordinación normativa. El modelo territorial de la Constitución española, basado en la distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas, se ve tensionado por la desmaterialización y globalización de los servicios digitales. La eficacia de los derechos y garantías constitucionales no puede depender de la localización física de los actos o de los datos, sino de los efectos jurídicos y de la protección de los intereses constitucionalmente relevantes. Es necesario avanzar hacia una coordinación normativa reforzada, que garantice la igualdad de derechos en todo el territorio nacional y evite la fragmentación regulatoria en el entorno digital. El tribunal constitucional debe interpretar las competencias de forma funcional, priorizando la protección de los derechos y la unidad de mercado digital sobre la rigidez territorial.
Otra de las cuestiones apuntadas es la necesidad de fortalecer la participación y el control democrático digital. La Constitución reconoce el derecho de los ciudadanos a participar en los asuntos públicos. La tecnología ofrece oportunidades inéditas para la democracia digital, pero también plantea riesgos de exclusión, manipulación y opacidad. El derecho constitucional debe garantizar la autenticidad, universalidad y eficacia de la participación digital, así como la transparencia y la rendición de cuentas en los procesos de toma de decisiones públicas. La creación de plataformas públicas de participación, la protección de los datos personales y la exigencia de motivación y publicidad de las decisiones adoptadas mediante procedimientos digitales son elementos imprescindibles para asegurar la legitimidad democrática en la era digital.
In fine, como resumen de propuestas críticas, prácticamente inéditas, que podrían contribuir a esta “adaptación constitucional”, proponemos:
Es posible. El Derecho Constitucional español posee la flexibilidad y la fuerza normativa necesarias para adaptarse a los cambios digitales, siempre que se interprete y aplique de manera dinámica, crítica y comprometida con la protección de los derechos y la profundización democrática. La clave reside en su capacidad para anticipar los riesgos y desafíos del entorno digital, articular respuestas jurídicas innovadoras y asegurar que la tecnología se ponga al servicio de la libertad, la igualdad y la participación ciudadana, y no al revés. Solo así podrá el derecho constitucional seguir siendo el pilar de la convivencia y la garantía de los derechos en la nueva era digital.
Nos explicaron que el modelo continental de Administración pública (España, Francia…) es el que se apoya en el marco regulatorio formado por todas las Leyes y Reglamentos del llamado Derecho Administrativo, cuantitativamente la rama más extensa del Derecho, y con diferencia. Dicho marco existe -nos decían- por y para regular la organización interna de las Administraciones públicas. La ciudadanía, las personas, no aparecían demasiado presentes en esta configuración académica. En la Facultad nos hablaron de una rama del Derecho repleta de plazos y procedimientos que, en efecto, regulaba la organización, el funcionamiento y los negocios jurídicos relativos o en los que participa la Administración. El Derecho Administrativo, además, formaba parte del Derecho Público, una de las dos grandes categorías del Derecho, junto con el Privado.
Actualmente Wikipedia -cuestionable pozo de la sabiduría que sin embargo satisface a los curiosos de esta época- todavía recoge esta concepción clásica, haciendo algún guiño, por fin, a la ciudadanía: “El Derecho Administrativo (del latín ad «junto a», y ministrare, «manejar las cosas comunes») es aquella rama del derecho público que regula la Administración pública, la función administrativa y la relación entre los particulares y el aparato público. Además, es el conjunto de normas jurídicas que regula la organización, el funcionamiento y los poderes y deberes de la Administración pública en sus relaciones con otros sujetos”. En la misma línea, ChatGPT se refiere al Derecho Administrativo como la “rama del Derecho Público que regula la organización, funcionamiento y relaciones de la Administración Pública con los ciudadanos y otras entidades. Se encarga de establecer las normas y principios que rigen la actividad administrativa, garantizando el cumplimiento del interés general y el respeto a los derechos de los particulares”. Y añade que “Dentro del Derecho Administrativo se incluyen materias como la contratación pública, el empleo público, la responsabilidad patrimonial del Estado, el urbanismo, la intervención en la economía y la regulación de los servicios públicos”.
Pero pasan los años y estas definiciones, incluso la de ChatGPT, envejecen mal. Sin ser incorrecta la referencia al Derecho Público -del cual el Administrativo se considera «una rama»-, actualmente ya manejamos ya dos acepciones de la expresión Derecho Público: la otra gran categoría junto al Derecho Privado, sí, pero también la rama del Derecho referida a las normas que regulan el sector público. Nos gusta más la segunda.
Pero todo esto no significa que el Derecho Administrativo tenga asegurada su supervivencia, aunque por fin haya reconocido que se aplica a bastantes más sujetos que la Administración (ciudadanía, otros entes del sector público, contratistas y concesionarios, etc.). En realidad, a Europa nunca le ha gustado este concepto, que en cierto modo choca conceptualmente con el Libre Mercado. El argumento de que las Administraciones públicas debían tener un marco jurídico especial simplemente porque prestan servicios públicos (¡incluso en régimen de monopolio!) estaba justificado solo en parte, y desde luego no por razones subjetivas (¿es Administración, se aplica; no es Administración, no se aplica?), sino objetivas: ¿qué tipo de servicio se está prestando?, ¿quién está detrás del servicio?, ¿cómo se financia? Pero ahora el mismo, el concepto servicio público está en crisis, porque no está nada claro qué lo convierte en precisamente en público: la naturaleza jurídica de la entidad que lo presta, la financiación, la competencia legal, su carácter esencial, sus usuarios…. En parte todo ello. Pero si todo es necesario, quizá nada lo sea.
En efecto, el Derecho de la Comunidad Europea no existe dicho concepto, pues se apoya en el rechazo del clásico service public y en el abstencionismo intervencionista de la Administración en el Libre Mercado y el Mercado Único (hoy Mercado Único Digital), así como el abandono, salvo excepciones, de la posición privilegiada de los Gobiernos en materia de prestación de servicios… Como sustitutos del service public , sí aparecen otros conceptos muy relacionados, como “servicio de interés económico general”, “servicio universal”, y “obligaciones de servicio público”. Son estos servicios los que hay que regular, incluso si los prestan empresas privadas. Más abajo de Pirineos se daba una tremenda contradicción: tras abrazar el modelo del Derecho Administrativo, acto seguido se “huía” del Derecho Administrativo justificando la aplicación del Derecho Privado a otras entidades públicas que no son Administraciones públicas pero que en el fondo sí lo eran o al menos actuaban por mandato de estas. Europa literalmente se hartó de esta tendencia fraudulenta y el TJUE dijo que eso era corrupción. A partir de ese momento, se invirtió la tendencia legal de limitar el ámbito subjetivo de las normas a las Administraciones territoriales (Estado, CCAA, Entes Locales), ampliándolo a estas otras entidades. Las normas aprobadas la última década son inequívocas al respecto, siendo especialmente amplio el ámbito subjetivo de aplicación de las mismas. Bienvenido “sector público”. Este nuevo Derecho Administrativo ya no era solo “para la Administración”.
In fine, y aunque parezca un simple juego de palabras: la Administración se debe al público. Por eso, llamémosle Derecho Público. El Derecho Administrativo parecía más centrado en lo que ocurre «de puertas hacia dentro», pero esto fue un error, y lo sigue siendo por parte de quienes mantienen esta creencia. Nos divierte que en las leyes 39 y 40 todavía se manejen, como casi antagónicas, las expresiones «relaciones ad intra» y «relaciones ad extra», cuando realmente son imposibles de separar, porque la Administración se organiza internamente para dar servicio a la ciudadanía.
Pero la cosa se complica y lo ilustraremos con un ejemplo que demuestra lo frágiles que son los cimientos de uno de los principios clásicos fundamentales del Derecho Administrativo. En la Sentencia del Tribunal Supremo de 22 de enero de 2024 (rec. 4911/2022) se establece una sorprendente doctrina que establece que un Ayuntamiento no puede proceder al embargo de cuentas bancarias en sucursales situadas en otro término municipal. Dispone literalmente que «La administración municipal no puede practicar y dictar diligencia de embargo de dinero en cuentas abiertas en sucursales de entidades financieras radicadas fuera del término municipal del ayuntamiento embargante, incluso cuando dicho embargo no requiera la realización material de actuaciones fuera del citado territorio municipal por parte de la administración local, siendo necesario, en estos casos instar, conforme al artículo 8.3 del TRLHL, la práctica de dicha actuación a los órganos competentes de la correspondiente comunidad autónoma o a los órganos competentes del Estado, según corresponda.»
Es decir, que independientemente de que todas las actuaciones se realicen «físicamente» (cada vez nos cuesta más encajar este concepto) dentro del término municipal, el viejo concepto de territorialidad estricta prima a la hora de sesgar el ejercicio de competencias administrativas, en este caso municipales, que acaben teniendo efecto total o parcial más allá del territorio propio de dicha Administración, en este caso el término municipal. Para poder hacer algo al respecto, el Ayuntamiento debería instar la colaboración de otras administraciones con ámbitos territoriales superiores. Recordemos que el aludido precepto del TRLHL establece: «Las actuaciones en materia de inspección o recaudación ejecutiva que hayan de efectuarse fuera del territorio de la respectiva entidad local en relación con los ingresos de derecho público propios de ésta, serán practicadas por los órganos competentes de la correspondiente comunidad autónoma cuando deban realizarse en el ámbito territorial de ésta, y por los órganos competentes del Estado en otro caso, previa solicitud del presidente de la corporación».
Así, el alto Tribunal viene a reconocer que la potestad de recaudación de tributos e ingresos de derecho público, solo puede ejercitarse dentro del término municipal, donde el ente local tiene sus competencias (artículo 12.1 de la Ley de Bases de Régimen local). En su día, el juzgado corrigió la resolución del Tribunal Económico-Administrativo Municipal de Madrid, que avaló la actuación del Ayuntamiento esgrimiendo, entre otras razones, que la corporación municipal no realizó ninguna actuación fuera de su término municipal al poder introducir el requerimiento en un sistema centralizado para ejecutar embargos en cuentas bancarias al que estaba adscrito el banco en cuya sucursal de Toledo tenía la cuenta el deudor. Finalmente el Supremo comparte el criterio del juzgado, y resalta que la administración municipal no puede practicar y dictar diligencia de embargo de dinero en cuentas abiertas en sucursales de entidades financieras radicadas fuera del término municipal del ayuntamiento embargante, «incluso cuando dicho embargo no requiera la realización material de actuaciones fuera del citado territorio municipal por parte de la Administración local». Es necesario, en esos casos, que requiera la colaboración de la administración autonómica o estatal, como marca la ley. «Cuando las actuaciones de recaudación ejecutiva por parte de un ayuntamiento deben realizarse fuera de su territorio, dicho ente local está imposibilitado jurídicamente para ejercerlas», subraya el tribunal (1).
Esto no tiene ningún sentido. Habría que revisar, o cuanto menos matizar, el aludido artículo 12.1 LRBRL: «El término municipal es el territorio en que el ayuntamiento ejerce sus competencias». Aunque estemos utilizando ejemplos de la Administración local, valga la reflexión para entender que empieza a haber bastantes excepciones al principio de territorialidad, la mayoría de ellas por causa de los efectos jurídicos de las relaciones telemáticas (que, por definición, no se producen en un territorio determinado). Ya criticamos en su día el extraño postulado de que los Ayuntamientos tienen competencias tecnológicas en su ámbito territorial. Es un ejemplo que siempre pongo. Según el art. 25.2.ñ) LBRL le corresponde a los Ayuntamientos la “Promoción en su término municipal de la participación de los ciudadanos en el uso eficiente y sostenible de las tecnologías de la información y las comunicaciones”. Bien si hablamos de la promoción o bien del uso de las TIC, resulta absurdo constreñir estos verbos relacionados con esta cuestión al término municipal, cuando precisamente el potencial de Internet es que los servicios municipales telemáticos se pueden utilizar más allá del término municipal, y de hecho es lo que tiene más sentido. Volvamos a la Sentencia del Supremo ¿Y si fuera para pagar (lo contrario de cobrar) un impuesto municipal del Ayuntamiento Madrid desde Torrevieja (posible lugar de veraneo)? La expresión «en su término municipal» o cualquier otra similar no encaja en modo alguno con la realidad actual de la actividad telemática de las personas, tanto si se relacionan con servicios públicos como privados. Hoy en día no sirve con ser experto en Derecho; hay que entender el mundo en el que vivimos.
El ciberespacio es actualmente un lugar donde interactuamos los seres humanos, y de manera muy frecuente. Tiene sus ventajas pero también está sometido a amenazas y problemas. Y debería estar sujeto a las reglas del juego, desde luego, pero ¿cuáles? ¿EL Derecho Administrativo? ¿El Derecho Penal? ¿«La normativa del territorio donde se despliega sus efectos»? La respuesta no es tan sencilla, porque esos efectos van y vienen por la red, son multilugar y multitiempo, y están condicionados por elementos difíciles de identificar, como los alojamientos de las plataformas.
En un momento en el que el legislador, siempre incómodo frente a estos temas, se empeña en «poner puertas al campo», surge precisamente un nuevo «legislador» o poder legislativo, impropio pero real, lo cual supone sin duda uno de los paradigmas más interesantes que presenta la nueva realidad sociotecnológica desde el punto de vista jurídico. Nos referimos a los gigantes tecnológicos. Se habla mucho de protección de datos, y nos preguntamos qué importa la normativa española o incluso la europea, con su potente Reglamento General de Protección de Datos, cuando usted acepta las condiciones de uso de WhatsApp o Facebook y simultáneamente acepta también, expresa o implícitamente, someterse a la normativa de protección de datos del Estado de California. Y hablamos de condiciones de uso, conste, no de condiciones de privacidad y otras fórmulas legales (propiedad intelectual, tribunal competente) que directamente se omiten por parte de muchas de estas corporaciones.
En el mundo pasan muchas cosas, pero muchas de ellas «pasan» en Internet. Internet se rige por sus propias reglas y si usted se pasa de la raya en X (antes Twitter) le pueden cancelar la cuenta. No será una sanción gubernativa sino de la propia Red Social, cuyo gobierno corporativo depende además de una sola persona y, por tanto, de un interés claramente privado. Por eso quizá sea «injusta» esta sanción, o subjetiva, o sesgada, pero seamos conscientes de quien marca las reglas del juego en este momento, al menos en determinados ámbitos. Otro ejemplo es la inconsciencia de quien cree muy ingenuamente que injuriar o amenazar a través de las RRSS o de las aplicaciones de mensajería, le va a salir más barato que en la vida real. Como tampoco es barata, por ejemplo, la multa que le pueden notificar con la simple -y más que suficiente- evidencia electrónica de la captura que le haga el radar (160 km/h) más la foto (su matrícula), «chismes» por cierto electrónicos y automáticos, y extremadamente fiables. Esa es la multa que jamás le quitarán, porque se soporta sobre una evidencia que roza el iuris et de iure. El Derecho ha cambiado porque el mundo ha cambiado.
En definitiva, este “Derecho digital” y sus numerosas derivaciones, lo decimos honestamente, es la asignatura pendiente de muchos juristas… De los jueces, de los abogados, de los fiscales, de los empleados públicos… La crítica es constructiva y se presenta a tiempo, porque hoy día es un tema importante, pero la progresión de esta tendencia es geométrica, con lo cual no solo crece sino que lo hace de forma exponencial. Y ello no porque se trate de una nueva rama del Derecho, sino porque es la nueva forma que adoptan los hechos jurídicos pertenecientes a todas las ramas (p.ej.: las relaciones jurídico administrativas o las citadas injurias a través de las RRSS). Dicho de otra forma, este es el nuevo Derecho Administrativo, Penal y Mercantil. Las personas están y se relacionan en Internet y por tanto los efectos jurídicos de esas relaciones también. Además, tal y como se ha apuntado, la tecnología también penetra en la vida real, a través de sensores, cámaras y dispositivos de todo tipo. La IA no hace sino evidenciar todavía más esta tendencia.
El ciberespacio no tiene fronteras y las relaciones, lícitas o ilícitas entre diferentes sujetos, tampoco. Con la irrupción y posterior evolución de las TIC en el mundo, nos hallamos ante un fenómeno que no entiende de espacios, fronteras o ciudadanos, y que puede afectar a la vez a un cierto número de Estados, fronterizos o no, o a ninguno en concreto, y a una pluralidad de sujetos de diversa nacionalidad.
En este sentido, el mencionado principio de territorialidad, uno de los pilares esenciales del Derecho clásico, especialmente del Administrativo y del Penal, queda totalmente desvirtuado. El problema no es, no obstante, la pérdida del elemento geográfico del Derecho, sino más bien todo lo contrario: el fenómeno que denominamos «multiterritorialidad».
Por otro lado, dicho principio de territorialidad se basaba en el de soberanía, el cual ha quedado igualmente desfasado con esta nueva realidad, y que aconseja más que nunca derivar la potestas de los Estados «hacia arriba»: Derecho Internacional (especialmente los Tratados de Derechos Humanos); Derecho europeo; e incluso los aludidos gigantes tecnológicos y otros dominadores de la red que de algún modo sustituyen a los poderes legislativos con sus normas y condiciones de uso. Y también «hacia abajo», en este caso mediante una interpretación sensata del Derecho por parte de cada persona, principal pero no exclusivamente del ámbito profesional legal, sin olvidar una mayor educación social, más en valores que en tecnología. Considérese el presente como un alegato, en tiempos modernos, precisamente al Derecho más antiguo, el primigenio: el Derecho Natural. Está bien intentar regular, de manera razonable, la nueva realidad con la sana intención de dar una respuesta ante situaciones inéditas hasta el presente siglo. Pero esperemos que nuevas instituciones como el «Derecho al olvido» no supongan en realidad el olvido del Derecho.
Y para esa interpretación sensata o razonable a la que nos referimos, procede recordar paradójicamente una de las leyes vigentes más antiguas, el Código Civil, que dispone que las normas deben interpretarse en relación con el contexto y la realidad social del tiempo en que ha de ser aplicada (art. 3).
De repente llega la IA, y con ella, la disyuntiva entre regulación y desarrollo. Obviamente, sabemos cuál es el modelo preferido en esta región del mundo, y no lo decimos como una crítica sino como la constatación de un hecho. El objetivo del Reglamento (europeo) de Inteligencia Artificial (RIA) es establecer un marco normativo y jurídico único para los sistemas de IA que operen en la UE. Pero esto no es tan sencillo. Seguimos pensando, tal y como indicamos en su momento (2), que hay mundo más allá de la UE. Hablamos de un fenómeno mundial, cuyo impacto en la economía, los servicios y la sociedad supone en sí mismo una nueva Revolución Industrial. Europa es, como apuntábamos, la región planetaria pionera en la vigilancia de la IA, en parte para salvaguardar sus objetivos, como ahora el Mercado Único Digital de la UE, y en parte por su afán regulatorio, muy superior, según indica la tradición continental, al de América o Asia. El 5 de septiembre de 2024 se firma el Convenio Marco sobre Inteligencia Artificial del Consejo de Europa, convirtiéndose en el primer tratado internacional jurídicamente vinculante sobre IA y con un enfoque muy preocupado por la salvaguarda de los derechos humanos, la democracia y el Estado de Derecho, si bien “permitiendo al mismo tiempo la innovación y la confianza”. Entre las partes negociadoras que poco a poco irán aprobando sus instrumentos de ratificación figuraban la propia UE (recordemos que el Consejo de Europa es una institución diferente), otros Estados europeos miembros del Consejo, la Santa Sede, Estados Unidos, Canadá, Méjico, Japón, Israel, Australia, Argentina, Perú, Uruguay y Costa Rica; pero otros países en pleno desarrollo de la IA, como China, Rusia y los pertenecientes a la zona de Oriente Medio no lo han hecho.
Por razones como las que estamos apuntando, una tecnología tan potente, disruptiva y obviamente de alcance mundial, transfronterizo, nos obliga a plantearnos a los profesionales del Derecho un aspecto clásico de las normas como es el del ámbito territorial. El problema no es solo es que una IA china como DeepSeek lesione derechos de los ciudadanos de la UE, algo que, en teoría, tendría consecuencias jurídicas, sino que lesione impunemente derechos de los ciudadanos de los países en los que no se aplica el RIA ni el Convenio Marco sobre Inteligencia Artificial. Legislar un fenómeno tecnológico tan potente es muy parecido a intentar controlar algo incontrolable. Por lo demás, este problema es mucho más complejo. Como también explicamos (3), “La multiplicidad de poderes legislativos consolidada a finales del siglo pasado (con el derecho internacional y el europeo) alcanza su mayor grado de complejidad con la masificación de Internet y el surgimiento de un probablemente necesario nuevo marco de autorregulación, algo similar a un nuevo «legislador» o poder legislativo, constituido por los gigantes de la red. La existencia de esta nueva rama del derecho (¿lo es?), pero por encima de todo la desaparición del espacio físico, choca directamente con el clásico principio de territorialidad que caracterizaba al derecho tal y como lo hemos conocido. Al respecto surgen infinidad de preguntas y cuestiones, algunas jurídicamente muy interesantes y otras que ciertamente nos causan bastante preocupación. Lo principal es, ante todo, ser conscientes de esta nueva situación de «extraterritorialidad», y, a partir de ahí, resolver las nuevas relaciones jurídicas o con efectos de derecho que se produzcan. El debate sobre la necesidad de una international ciberlaw, o de la respuesta inmediata de cada Estado ante cada situación, o la mera confianza en este sistema hasta cierto punto «autorregulado», es una cuestión que podemos simplemente plantear y dejar abierta, si bien parece claro que la respuesta más atinada solo puede venir por una inteligente combinación de todas las soluciones”. En definitiva, debemos ser autocríticos a la hora de ir verificando y evaluando no solo el nivel de cumplimiento del RIA, sino también su grado de eficacia. Y eso que la propia norma reconoce que es una parte fundamental de la Estrategia para el Mercado Único Digital de la UE. Ahora esto solo faltaría saber si Europa, gracias a su “entorno seguro”, va a atraer la inversión y el desarrollo de una IA digamos más fiable, o por el contrario va a ahuyentar la innovación si se percibe que la normativa impone demasiadas restricciones. El mundo del Derecho es cada vez más complicado.
El entorno digital ha transformado radicalmente la forma en que se prestan los servicios públicos y privados, así como la manera en que los ciudadanos interactúan con las administraciones. Sin embargo, esta transformación plantea riesgos inéditos para la transparencia y el control democrático, ya que:
Por este motivo demandamos los mecanismos jurídicos necesarios para lograr la transparencia pública en la era de la administración digital. Sin duda, para garantizar la transparencia en el entorno digital, el derecho administrativo debe evolucionar y adoptar nuevas herramientas y principios. Algunas de las vías más relevantes son:
Merece una mención especial el control democrático y la participación ciudadana en la era digital, ya aludidos en más arriba. El control social (democrático) de lo público no puede limitarse a la fiscalización parlamentaria o judicial, sino que debe abrirse a nuevas formas de participación y supervisión ciudadana. En este sentido, es necesario:
Otra cuestión ut supra mencionada es la de los importantes desafíos regulatorios que se presentan frente a las grandes plataformas. Uno de los principales obstáculos para la transparencia y el control democrático en el entorno digital es el poder normativo de facto ejercido por las grandes plataformas tecnológicas. Estas empresas imponen condiciones de uso y políticas de privacidad que escapan, en gran medida, al control de los poderes públicos y a los principios del Derecho Administrativo. Para contrarrestar este fenómeno, es imprescindible:
La transparencia y el control democrático en el entorno digital solo pueden garantizarse mediante una profunda revisión de los principios y técnicas del derecho administrativo, que debe abandonar la rigidez territorial y burocrática para adaptarse a una realidad global, dinámica y tecnológica. Algunas propuestas inéditas para avanzar en esta dirección son:
En definitiva, la garantía de la transparencia y el control democrático en el entorno digital exige una innovación jurídica profunda, una apertura a la participación ciudadana y una firme voluntad de someter la tecnología y los nuevos poderes privados a los valores y principios del Estado Tecnológico de Derecho. Solo así será posible preservar la legitimidad y la eficacia del Derecho Administrativo en la era digital.
Ya hemos visto que el fortalecimiento de la participación ciudadana digital constituye uno de los retos y, a la vez, una de las oportunidades más relevantes para el Derecho Administrativo contemporáneo. El marco tradicional, centrado en la regulación de la organización y funcionamiento de la Administración pública, resulta insuficiente ante la demanda creciente de una ciudadanía activa, informada y capaz de intervenir en los asuntos públicos a través de medios digitales. A continuación, se expone un análisis técnico-jurídico y crítico sobre las vías y condiciones para potenciar la participación ciudadana digital desde el (nuevo) Derecho Administrativo.
La consecución de este objetivo pasa por la superación del enfoque burocrático clásico y una decidida apertura de lo público a la ciudadanía. No vuelva usted mañana, hágalo todo hoy. Superemos de una vez el modelo de Administración “apisonadora”. El Derecho Administrativo siempre ha sido criticado por su excesivo énfasis en las relaciones internas de la administración y su escasa atención a la ciudadanía como sujeto activo. La evolución normativa reciente, especialmente a raíz de la influencia europea, ha ampliado el ámbito subjetivo del derecho administrativo, reconociendo la centralidad del sector público y la necesidad de regular la interacción con personas físicas y jurídicas, sean o no estrictamente “administrados”, palabra que, como decíamos, pretendemos superar.
La participación ciudadana digital exige abandonar el enfoque ad intra y asumir que la administración existe para servir al público, lo que implica diseñar procedimientos y canales efectivos para la intervención ciudadana en la toma de decisiones públicas. El derecho administrativo debe, por tanto, garantizar no solo la posibilidad formal de participación, sino su efectividad material, superando la tradicional separación entre relaciones internas y externas.
La clave, sin duda, es la adaptación normativa y tecnológica. El entorno digital ofrece oportunidades inéditas para la participación ciudadana, pero también plantea desafíos regulatorios y técnicos. Para que el Derecho Administrativo pueda fortalecer la participación digital, es imprescindible:
La normativa debe ser flexible y tecnológicamente neutra, permitiendo la adaptación a los avances y evitando la obsolescencia de los procedimientos participativos.
Otro aspecto importante es la superación de la brecha digital y la promoción de la igualdad. Uno de los principales riesgos de la participación digital es la exclusión de colectivos vulnerables o menos familiarizados con las tecnologías. El derecho administrativo debe imponer a las administraciones la obligación de adoptar medidas de inclusión digital, tales como:
La accesibilidad es un principio fundamental. La participación ciudadana digital solo será legítima y efectiva si es realmente universal y no excluye a sectores de la población por razones tecnológicas, económicas o educativas.
En cuanto a otros aspectos relacionados con el llamado Gobierno Abierto (transparencia, rendición de cuentas, control democrático), cabe decir que la participación ciudadana digital debe ir acompañada de mecanismos efectivos de transparencia y rendición de cuentas. El Derecho Administrativo debe garantizar:
La transparencia y el control democrático son condiciones imprescindibles para evitar la instrumentalización de la participación digital como mero formalismo o estrategia de legitimación aparente.
Proponemos vivamente la integración de la participación en el ciclo de las políticas públicas. El Derecho Administrativo debe promover la participación ciudadana digital no solo en la fase de consulta, sino en todas las etapas del ciclo de las políticas públicas: diagnóstico, diseño, implementación, seguimiento y evaluación. Ello implica:
La participación debe ser concebida como un proceso continuo y no como un acto puntual o aislado. En base a todo lo anterior, compartimos la siguiente batería definitiva de propuestas, todas ellas tendentes a fortalecer la participación ciudadana digital desde el derecho administrativo:
En conclusión, el fortalecimiento de la participación ciudadana digital exige una transformación profunda del Derecho Administrativo, que debe pasar de un enfoque burocrático y cerrado a un modelo abierto, inclusivo y orientado al servicio público. Solo así será posible aprovechar el potencial democrático de las tecnologías digitales, garantizando la igualdad, la transparencia y la eficacia en la intervención ciudadana en los asuntos públicos. La clave reside en la innovación normativa, la adaptación tecnológica y el compromiso real con los valores democráticos en la era digital.
El Derecho, y en particular el Derecho Administrativo, enfrenta el reto de garantizar que las decisiones digitales sean democráticas y abiertas en un contexto donde los procesos y servicios públicos se virtualizan, los actores se globalizan y la tecnología redefine los espacios de poder y control. A continuación se expone un análisis técnico-jurídico y crítico sobre los mecanismos y reformas necesarias para alcanzar este objetivo.
El Derecho solo puede garantizar que las decisiones digitales sean democráticas y abiertas si abandona la rigidez burocrática y territorial, y se orienta decididamente hacia la transparencia, la participación y el control efectivo. La clave reside en la innovación normativa, la apertura tecnológica y el compromiso real con los valores democráticos, asegurando que la digitalización no sea un pretexto para la opacidad o la concentración del poder, sino una oportunidad para profundizar en la democracia y la legitimidad de la acción pública. La tecnología, por sí misma, no es la solución. Incluso la tan necesaria IA podría amplificar sesgos o desigualdades si no se basa en datos o sistemas objetivos y transparentes. El cambio tiene que venir por el lado legal y, sobre todo, cultural.
En cualquier caso, el Derecho Administrativo afronta un momento de ruptura. Las formas clásicas de organización y control, pensadas para un entorno territorial y presencial, muestran ya una evidente obsolescencia. la irrupción de las tecnologías de la información, la creciente multiterritorialidad de las relaciones digitales y la aparición de nuevos actores normativos (las grandes corporaciones tecnológicas) demandan una profunda renovación del marco jurídico que regule el sector público. Históricamente, el Derecho Administrativo se concebía como la rama del Derecho Público (en sentido amplio, frente al llamado Derecho Privado) destinada a regular la organización interna de las administraciones y sus relaciones con los ciudadanos. Sin embargo, esta definición vertical y centrada en la administración comienza a desbordarse. La ciudadanía y los entes de “sector público” (empresas concesionarias, organismos públicos empresariales, entes instrumentales) reclaman un tratamiento homogéneo, mientras Europa reniega del concepto tradicional de service public, sustituyéndolo por nociones como servicio de interés económico general u obligaciones de servicio público
Tal crisis conceptual impacta de lleno en algunos ámbitos de la actividad administrativa. Tal es el caso de la contratación pública: ¿qué sucede cuando un servicio financiado con fondos municipales se presta fuera del término jurisdiccional de la administración adjudicadora? ¿Aplican las mismas reglas de transparencia y competencia? Estas preguntas señalan la tensión entre un Derecho pensado para ámbitos delimitados y la realidad líquida de las relaciones económicas y tecnológicas.
El ciberespacio ha roto las barreras geográficas. Una persona puede interactuar con un portal municipal desde cualquier punto del planeta, pagar tributos o acceder a servicios con independencia del término municipal. Esta multiterritorialidad (o quizá “aterritorialidad”) socava el principio clásico de soberanía territorial de cada nivel de Gobierno, que se apoyaba en la idea de que las competencias administrativas debían ejercerse dentro de un territorio físico claramente delimitado. Además, la gestión pública incorpora sensores, big data e IA, generando datos y actuaciones más allá de la sede administrativa. El resultado es un entramado de efectos jurídicos sin correspondencia plena en el ordenamiento: los actos administrativos “telemáticos”, automatizados y desburocratizados desafían los límites territoriales y plantean la necesidad de reinterpretar los conceptos de competencia y abuso de poder.
En definitiva, los actuales desafíos tecnológicos del Derecho deben asumir que se mueven en el terreno de la multiterritorialidad. No es una cuestión sencilla. En ausencia de una regulación internacional homogénea, conviene explorar modelos híbridos de autorregulación y control público, inspirados en los mecanismos de supervisión financiera o de telecomunicaciones. Quizá debamos avanzar hacia un derecho público digital europeo. El Reglamento europeo de Inteligencia Artificial (RIA) y el Convenio marco del Consejo de Europa sobre IA representan pasos clave, pero no agotan el problema. La regulación de la IA debe articularse con el derecho administrativo sustantivo para proteger derechos fundamentales, garantizar la imparcialidad de los algoritmos y evitar la concentración de poder en actores privados. En particular, los Ayuntamientos necesitan:
Estas medidas contribuirán a una administración local más responsable y alineada con los objetivos del mercado único digital.
A modo de resumen final, mantenemos las siguientes afirmaciones:
Solo así el Derecho Público podrá renovarse sin morir, garantizando una Administración eficaz, transparente y democrática en la era digital. Difícil, pero imprescindible.
Notas
(1) Fuente: La Voz de Galicia, “Los ayuntamientos solo pueden embargar cuentas abiertas en sucursales del municipio para cobrar multas”.
(2) Víctor ALMONACID. «Reglamento (europeo) de Inteligencia Artificial: impactos y obligaciones que genera en los Ayuntamientos». El Consultor de los Ayuntamientos, 15 de julio de 2024.
(3) Víctor ALMONACID, Xavier SANCLIMENT. “El impacto de las TIC en la configuración clásica del derecho. Especial referencia al principio de territorialidad”. Revista Tecnología, Ciencia y Educación, nº. 4, 2016.