Héctor García Morago
En los últimos tiempos hemos asistido a la proliferación de iniciativas, a escala autonómica y local, dirigidas a otorgar carta de naturaleza a las asociaciones de consumidores de cannabis. Y para ser más precisos: a las asociaciones con asentamiento físico el locales habilitados al efecto (vulgo: clubs de cannabis).
En las Salas de lo Contencioso-Administrativo hemos tenido que resolver un número importante de recursos interpuestos por la Administración del Estado contra las Ordenanzas municipales aprobadas con el propósito de regular el régimen de establecimiento de las asociaciones y clubs de consumidores de cannabis. Y el Tribunal Constitucional ha tenido que hacer lo propio respecto de las iniciativas legislativas autonómicas.
En el caso de la Sala Contenciosa de Cataluña (por citar la que me es más próxima), merece especial atención -por ser la más próxima en el tiempo- la Sentencia nº 1040, dictada por la Sección 3ª el día 25 de noviembre de 2019, en el seno del recurso ordinario nº 194/2016. Se trata de una sentencia que vino precedida de otras del mismo signo. Todas, al cabo, tributarias de los criterios sentados al respecto por el Tribunal Constitucional; especialmente a través de sus sentencias 144/2017, de 14 de diciembre (Ley foral 24/2014, de 2 de diciembre); 29/2018, de 8 de marzo (Ley vasca 1/2016, de 7 de abril); y 100/2018, de 19 de septiembre (Ley catalana 13/2017, de 6 de julio).
También han sido fuente de inspiración los pronunciamientos de la Sala 2ª del Tribunal Supremo; especialmente los contenidos en su sentencia plenaria de 7 de septiembre de 2015.
Veremos, a renglón seguido, a qué conclusiones hemos podido llegar desde todas estas instancias; lo que no me impedirá -a título estrictamente personal- exteriorizar la sensación cada vez más acentuada de que la política legislativa sobre la materia debiera, quizá, ser objeto de una profunda revisión.
No desconozco la dificultad que suponen los compromisos internacionales ratificados por España (a los que me referiré más adelante); sin embargo, no puedo dejar de comprender a aquellos ciudadanos que consideran paradójica la penalización -en diversos órdenes- de la producción, distribución y consumo público de las llamadas “drogas blandas”, cuando por otro lado es posible poseer y consumir en la esfera privada determinadas cantidades, por ejemplo, de cannabis.
No puedo afirmar qué pensaría de esa paradoja un filósofo (analítico) del derecho, pero lo intuyo.
En cualquier caso, se impone, como ya he señalado, una revisión de nuestros principios sobre la materia; sea para confirmarlos, sea para modificarlos en lo que fuera menester. Con la vista siempre puesta en la salud y en el interés general, y nunca en la servidumbre que pudiera derivarse de la existencia de organizaciones creadas años ha con el fin de combatir el fenómeno.
Mientras tanto, claro está, deberán cumplirse las leyes vigentes; gusten más o gusten menos.
La casuística judicial sobre las asociaciones de consumidores de cannabis ha puesto en evidencia otro fenómeno: la predisposición de los Ayuntamientos a ir más deprisa que el legislador; y ello, mediante la aprobación de Ordenanzas reguladoras de la actividad de las asociaciones de consumidores de cannabis.
En muchos casos, esas Ordenanzas han pretendido justificarse en la necesidad de garantizar que el consumo de cannabis no acabaría traduciéndose en molestias para los vecinos. Sin embargo, habrá que objetar que nada impide que las medidas correctoras frente a la producción de humo, de ruido o de otros elementos potencialmente nocivos o dañinos, se articulen a través de Ordenanzas generales, aplicables a todas las actividades generadoras de cualquier molestia de esa índole, sin necesidad de particularizar.
Quiero decir con ello que en algunos casos la apelación a la tranquilidad de los vecinos no ha pasado de ser una pía excusa. En otros supuestos, en cambio, hemos podido intuir que, efectivamente, la iniciativa municipal había obedecido a un hecho consumado (la existencia alegal de un club de cannabis) y al consiguiente malestar de los habitantes directamente afectados; directamente afectados por las eventuales molestias, y en cierta medida por los prejuicios.
Al abordar la impugnación de las Ordenanzas sobre asociaciones de consumidores de cannabis, hemos podido ver que la Convención única de Naciones Unidas sobre estupefacientes, de 1961, incluyó el cannabis sativa y su resina en las listas I y IV respectivamente, caracterizándose, las sustancias incluidas en la última lista citada, por ser las llamadas a soportar medidas adicionales (y más rigurosas) de control tras haberse visto calificadas como portadoras de propiedades particularmente peligrosas. Todo ello, sin perjuicio de considerar “indispensable” el uso médico de los estupefacientes o su empleo para fines científicos o de investigación.
El preámbulo de la Convención expresaba el designio de proteger la salud física de las personas y, de consumo, el de preservar su “salud moral”. Pero ocurre que la “moral” es algo muy íntimo y personal, salvo que se pretenda apelar a los criterios éticos socialmente imperantes en cada momento y lugar, en la medida en que éstos resulten indispensables para una vida colectiva civilizada, libre y no asfixiante. Y no sin desconocer que la “moral social” de la España de 2020, puede no coincidir con la de 1961.
Digo todo esto, porque si hacemos un repaso de la realidad internacional, podremos comprobar cómo algunos participantes en la Convención de 1961, lo hacían en representación de países en los que hoy en día el consumo recreativo de la marihuana es legal. Con ciertas limitaciones; pero legal.
La Convención la presidió un neerlandés y hoy en día, en los Países Bajos se pueden adquirir en los coffee shops 5 gramos de drogas blandas por persona y día. La represión se centra esencialmente -y con mayor efectividad- en las drogas duras (www.holland.com). Y en EEUU (que ostentó una de las Vicepresidencias de la Convención), California y ocho Estados más han legalizado (en mayor o menor medida) el cultivo y consumo de marihuana (www.librecomercio.com).
Luego, todo parece indicar que la exégesis de la Convención de 1961 presenta un notable grado de flexibilidad.
En España, la transposición de la Convención llevó a la promulgación de la Ley 17/1967, de 8 de abril, por la que se actualizan las normas vigentes sobre estupefacientes y adaptándolas a lo establecido en el convenio de 1961 de las Naciones Unidas. A esa Ley le siguió años más tarde el RD 1194/2011, de 19 de agosto; todo ello complementado por la legislación sobre medicamentos y productos sanitarios, dictada por el Estado al amparo del título competencial “legislación de productos farmacéuticos”, ex art. 149.1.16 CE -EDL 1978/3879-.
Y en el orden europeo, resulta obligada la cita de la Decisión marco 2004/757/JAI del Consejo, de 25 de octubre de 2004, relativa al establecimiento de disposiciones mínimas de los elementos constitutivos de delitos y las penas aplicables en el ámbito del tráfico ilícito de drogas, aplicable a las sustancias concernidas por la Convención de 1961 y por el Convenio de Viena sobre sustancias psicotrópicas, de 1971.
Interesa destacar que la Decisión marco expresó el designio de centrarse en los delitos más graves de tráfico de drogas, razón por la que excluyó de su ámbito el “consumo personal”; eso sí, tras señalar que esa exclusión no debía interpretarse como una orientación del Consejo (Considerandos 3 y 4).
El influjo de las normas que acabamos de citar, en nuestra legislación penal y sancionadora administrativa se ha dejado sentir de dos maneras; resumidamente:
1º: Mediante el reproche penal a los que ejecuten actos de cultivo, elaboración o tráfico, o de otro modo promuevan, favorezcan o faciliten el consumo ilegal de drogas tóxicas, estupefacientes o sustancias psicotrópicas, o las posean con aquellos fines (art. 368 CP), y
2º: Tipificando como infracción administrativa grave el consumo o tenencia ilícitos de drogas tóxicas, estupefacientes o sustancias psicotrópicas en lugares públicos; el traslado de personas para facilitarles el acceso a estas sustancias que no sean delito; el cultivo en lugares visibles al público que no constituya infracción penal; y la tolerancia del consumo ilegal o tráfico en locales o establecimientos públicos (art. 36, apartados 16 a 19, de la Ley Orgánica 4/2015, de 30 de marzo, de protección de la seguridad ciudadana).
El marco normativo expuesto, explicaría en buena medida el porqué del fracaso de las iniciativas autonómicas y locales, promovidas con el propósito de otorgar cobertura al asociacionismo relacionado con el cannabis.
Ello no obstante, convendría reparar en el contrapunto que supuso la Ley del Parlamento Vasco 1/2016, de 7 de abril, de atención integral de adicciones y drogodependencias, cuyo art. 83 establece lo siguiente:
Artículo 83. Entidades de personas consumidoras de cannabis.
1. En aras al objetivo de protección de la salud y reducción de daños se regularán mediante reglamento las entidades –legalmente registradas y sin ánimo de lucro– constituidas por personas mayores de edad consumidoras de cannabis. Estas entidades incluirán entre sus objetivos asociativos la colaboración con la Administración, en el cumplimiento efectivo de la normativa vigente, así como en la prevención de las adicciones y en la promoción del consumo responsable del cannabis y otras sustancias.
2. Únicamente podrán acceder a sus locales las personas mayores de edad. Reglamentariamente se determinarán las condiciones de admisión a personas socias y las garantías para que quienes formen parte de estas entidades cuenten con la información suficiente para hacer un uso responsable e informado del cannabis, así como las facultades de la Administración sanitaria en materia de inspección y control sobre los locales y las actividades de las entidades de personas consumidoras de cannabis.
En su sentencia nº 29, de 8 de marzo de 2018, el Tribunal Constitucional desestimó el recurso de inconstitucionalidad interpuesto por el Presidente del Gobierno contra esa disposición; y lo hizo tras considerar:
1º: Que esa regulación podía ampararse en la competencia estatutaria sobre desarrollo legislativo en materia de sanidad interior (art. 18.1 EAPV), y
2º: Que nada había que objetar frente a la misma si se interpretaba que no tenía más propósito que el de referirse a las asociaciones de consumidores de cannabis que tuvieran como único fin el de participar en la consecución o ejecución de fines públicos relacionados con la salud, en cuyo caso no podían considerarse invadidas las competencias estatales ex art. 149, reglas 6, 16 y 29 CE (legislación penal; bases y coordinación general de la sanidad; legislación sobre productos farmacéuticos; y seguridad pública).
Feliz interpretación si nos atenemos a la literalidad de un precepto que no ofrece dudas sobre la posibilidad de que las asociaciones aludidas tengan otros objetivos, como lo evidencia su propio tenor (apartado 1 in fine), al referirse a la “promoción del consumo responsable del cannabis y otras sustancias”.
Es uno de esos supuestos en los que parecería que el Tribunal Constitucional ha actuado de legislador solapado; y ello, mediante el recurso a la técnica de las sentencias interpretativas.
En cualquier caso, la sentencia dio por buena la posibilidad de que las Comunidades Autónomas con competencias en materia de sanidad interior y asociaciones, pudieran configurar legalmente entidades asociativas de consumidores de cannabis con fines análogos a los previstos por la Ley vasca.
Lo anterior debiera llevarnos a aceptar, por añadidura, la eventualidad de que puedan constituirse directamente tales entidades, al amparo de la legislación general sobre asociaciones, para la consecución de fines como los ya señalados, o para fines informativos, de estudio, de debate o similares.
De todo ello se seguiría la habilitación, a los Ayuntamientos, para regular las medidas correctoras de rigor. Eso sí: absteniéndose de utilizar esa potestad para dar carta de naturaleza o cobertura a asociaciones creadas principalmente para articular el consumo, la dispensación, el abastecimiento y el cultivo compartido de cannabis con fines recreativos.
Salvado el supuesto de la Ley vasca de 7 de abril de 2016, el resto de pronunciamientos del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo han hecho especial hincapié en la interdicción que pesa sobre las Comunidades Autónomas a la hora de legislar sobre asociaciones de consumidores de cannabis. De asociaciones, como ya hemos dicho, concebidas, al cabo, como “clubs” de consumidores. No sin señalar, en este orden de cosas, la imposibilidad de enervar tal límite competencial trayendo a colación las competencias autonómicas en materia de asociaciones o de protección de la salud.
Un fundamento de peso de esa interdicción habría que buscarlo en la circunstancia de que el reconocimiento legal de tales asociaciones por las Comunidades Autónomas, bien podría cortocircuitar o menoscabar la virtualidad de la legislación penal sobre tráfico de drogas. Nos hallaríamos en ese caso frente a una legislación autonómica invasiva de un título competencial estatal no menor; y ello, por su capacidad de incidir sobre la delimitación de los correspondientes tipos penales, algo que solo le es dable al Estado.
Pero nuestros Tribunales también han visto en la regulación autonómica y local de las que llamaremos “asociaciones no admitidas”, un menoscabo de los títulos competenciales estatales en materia de legislación sobre productos farmacéuticos y, asimismo, en lo que atañe a las bases y la coordinación general de la sanidad.
Conviene no olvidar -lo vimos al principio- el papel reservado a la legislación sobre productos farmacéuticos en el deslinde (para admitirlas o prohibirlas) de sustancias con repercusión en la salud humana.
¿Qué conclusiones extraer del actual estado de la cuestión?
No parece, de entrada, que la litigiosidad derivada del “asociacionismo cannabita” vaya a descender.
Lo que no se pudo conseguir con las Leyes navarra y catalana, es lógico que intente canalizarse a través de normas edulcoradas, como la contenida en el art. 83 de la Ley vasca. Todo apunta, pues, a que seguiremos instalados en una cierta hipocresía y a que el desenlace vendrá con el correspondiente desarrollo reglamentario, necesariamente más preciso.
¿Y los clubs de consumidores que se constituyan al amparo de la legislación general sobre asociaciones?; ¿qué futuro tendrán?; ¿correrán el riesgo de ser disueltos judicialmente?
El riesgo al que acabamos de hacer alusión existirá; peor aún: podrá ocurrir que algunas asociaciones sean el blanco de acciones enderezadas a su disolución y, en cambio, otras del mismo signo no corran esa suerte.
Así las cosas, lo propio sería que fuese el Estado el que al amparo de los títulos competenciales que ya hemos mencionado, estudiase la conveniencia de regularizar -más allá de los usos sanitarios o científicos- el cultivo, la distribución, la venta y el consumo responsable de cannabis bajo los auspicios de una legislación específica y detallada. O bien que a través de una “Ley marco” (art. 150.1 CE), fuesen las Comunidades Autónomas las encargadas de ese cometido; eso sí: bajo principios, bases y directrices muy precisas.
En esa dirección, lo propio sería que España explorase la experiencia de otros países de nuestro entorno cultural. El recurrente ejemplo de Países Bajos invita a ello; máxime si tenemos en cuenta que la sociedad neerlandesa no es precisamente una sociedad “atrasada”. Ni pasear por sus calles y plazas es más inseguro que hacerlo por las de Madrid o Barcelona.
En cualquier caso, el fenómeno de los clubs físicamente localizados en espacios habitables puede hacer emerger otro problema espinoso: el de su tratamiento urbanístico desde la perspectiva de los usos admitidos por el planeamiento.
También esa vertiente del problema merecería un tratamiento legislativo supralocal; dicho, esto último, no sin reconocer la dificultad de encontrar una solución equilibrada y alejada de las posiciones u opciones extremas (léase: marginalidad por una lado e integración plena en un medio urbano potencialmente reticente por el otro).
De hecho, esta última observación podría conducirnos derechamente a otro escenario cada vez más preocupante; a saber: el de la laguna en materia de “usos” que cabe constatar, por regla general, en nuestra legislación urbanística. O dicho de otro modo: la elusión, por parte de muchas Leyes urbanísticas, de un régimen jurídico uniforme sobre los usos urbanísticos; sobre el significado y alcance de términos tales como “uso principal”, “uso no principal”, “uso compatible”, “uso prohibido”, etc.; todo ello complementado con un nomenclátor más o menos flexible en aras de evitar determinadas manifestaciones de “pintoresquismo” local. Y otro tanto podría decirse de los “sistemas”, tanto públicos como privados.
Y lo dicho para los “usos” y “sistemas”, debería valer también para el régimen jurídico del “subsuelo”; pues no cabe descartar que el mismo pudiera llegar a ser, en muchas ocasiones, refugio de actividades como la que ha sido objeto de estos apuntes.
Barcelona, 21 de marzo de 2020